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domingo, 19 de junio de 2016

El Poder de los Bancos asesinaron a los Marqueses de Urquijo

La madrugada del 1 de agosto de 1980 los marqueses de Urquijo eran asesinados en su chalet de Somosaguas (Madrid). El yerno, Rafael Escobedo, y su amigo, Javier Anastasio, fueron acusados del crimen. Escobedo, condenado a 53 años de cárcel, murió en prisión. Anastasio se fugó antes de ser juzgado. El caso encerraba incógnitas que nunca se resolvieron.El hombre con el que nos encontraremos en un hotel de Buenos Aires lleva media vida huyendo. Ha vivido en cinco países. Y ha tenido a la Interpol pisándole los talones desde que una mañana, hace ahora 23 años, cogió cuatro cosas en una maleta, condujo acompañado de uno de sus hermanos hasta Portugal y se embarcó en un avión rumbo a Brasil. Estaba acusado de asesinar la madrugada del 1 de agosto de 1980, junto a su amigo Rafael Escobedo, a los marqueses de Urquijo. El fiscal pedía para él 60 años de cárcel. A punto de celebrarse el juicio, se fugó. Desde entonces, y tras una aparición en televisión, nunca más se han tenido noticias de él. Ahora que su causa ha prescrito y es libre, quiere hablar. Ha decidido plantear nuevas incógnitas, insólitos cabos sueltos. Explicar, por ejemplo, por primera vez, por qué y cómo se produjo su huida, alentada por uno de los jueces que componía el tribunal que iba a condenarlo. De antemano.
De Javier Anastasio de Espona sólo sabemos, cuando llegamos al lobby, que es muy alto y muy delgado. Imaginamos que el tiempo puede haber cambiado sus rasgos físicos, o que tal vez haya tenido que operarse, camuflarse, jugar a ser otro. En la memoria, una foto en blanco y negro, camino de la cárcel, la chaqueta encima de las manos para ocultar las esposas. Suponemos que tiene un particular sentido del tiempo y una paciencia a prueba de bomba; se nota en los e-mails que hemos intercambiado durante meses para concertar esta entrevista y en cómo ha esperado, durante 20 años, la prescripción de aquel crimen.
¿Dónde ha vivido todo este tiempo? ¿Por qué huyó realmente? ¿Por qué nunca le ha encontrado y deportado la policía española? ¿Cuál ha sido su fuente de ingresos? ¿Saben su mujer y sus hijos su historia? ¿Qué pasó aquella noche? ¿Cuántas respuestas conoce a las decenas de preguntas que todavía quedan pendientes en el caso Urquijo?.Pocos crímenes han revuelto tanto las tripas de la sociedad española como éste. La madrugada del 1 de agosto de 1980 alguien, “solo o en compañía de otros”, como describía una sentencia incapaz de concretar más, descerrajó un tiro en la nuca a Manuel de la Sierra y Torres, marqués de Urquijo, mientras dormía en una habitación de su chalet de Somosaguas (Madrid). Después, fue hasta otro dormitorio, donde descansaba la marquesa, María Lourdes Urquijo Morenés, y disparó otras dos veces. A la mañana siguiente, el país se despertó con la noticia de la muerte, no sólo de dos millonarios influyentes, sino también de los dueños del Banco Urquijo, en plena negociación para la fusión con el Banco Hispano Americano.
Durante meses se especuló sobre el móvil y los posibles asesinos. Los marqueses eran los jefes de un administrador omnipresente, Diego Martínez Herrera, que apareció la mañana del crimen vestido de luto, lavó los cadáveres antes de que se realizara la autopsia y quemó documentación que el marqués guardaba en la caja fuerte. Los hijos de los marqueses y sus herederos directos, Juan y Myriam de la Sierra, nunca habían ocultado hasta entonces, ni en público ni en privado, la mala relación familiar y se quejaban repetidamente de la tacañería enfermiza de su progenitor. El marqués era además un obstáculo para la fusión con el Hispano Americano, a la que se oponía, y que muchos otros —políticos, economistas—, apoyaban. Así pues: ¿Quién se beneficiaba de su muerte? Muchos. ¿Quién tenía el mejor móvil? Si se hubiera tratado de una novela policíaca, cualquiera.
Sin embargo, las investigaciones condujeron hasta el ex marido de Myriam de la Sierra y amigo íntimo de Juan, Rafi Escobedo, que mantenía una difícil relación con sus suegros. Sin móvil aparente, dado que no podía heredar nada (su matrimonio había sido en régimen de separación de bienes), fue acusado de matar a los marqueses de Urquijo.
El juicio nunca aclaró definitivamente quién o quiénes habían sido los autores del crimen. Algunas coartadas no fueron investigadas. Y las únicas pruebas del caso: la pistola, los casquillos, las declaraciones ante la policía... desaparecieron. Pese a ello, el 7 de julio de 1983 Rafael Escobedo fue condenado a 53 años de prisión. Declaró no ser el autor material de los hechos, pero juró guardar silencio. ¿A quién protegía? ¿De quién tenía miedo?.
Tres meses después, el 17 de octubre de 1983, Javier Anastasio, amigo de Escobedo, era detenido. La policía supo que la noche de los hechos Anastasio había acompañado a Escobedo a casa de los marqueses y se había deshecho de la pistola que Rafi le había entregado. Anastasio pasó tres años y medio en prisión provisional a la espera de juicio. Quedó libre el 21 de marzo de 1987 y, días antes de la vista, se fugó. En 1988 Escobedo apareció muerto en su celda de la prisión de El Dueso (Cantabria). Había amenazado con “tirar de la manta”.Muerto Rafi, huido Anastasio, el caso se cerró. Y decenas de preguntas siguen hoy sin respuesta. ¿Disparó o no Rafi? ¿Por qué se mantuvo en silencio? ¿Le ayudó Javier Anastasio? ¿Cómo desaparecieron las pruebas? ¿Qué ocurrió de verdad la madrugada del 1 de agosto de 1980?
No es sencillo tratar con naturalidad ni ecuanimidad al hombre larguirucho y tímido que se acerca receloso ante nosotros y extiende la mano y luego besa a modo de saludo. Al fin y al cabo podría ser un asesino. Conoce las desconfianzas que levanta. Por eso, suponemos, se frota las manos nervioso y barrunta: “Bueno, pues aquí estamos… A saber qué estaréis pensando”.
Javier Anastasio Espona, 56 años, sigue siendo terriblemente delgado, más bien feo, (cómo él mismo repite), y muy alto. Los ojos, cansados. La postura, cuando ya se sienta y discurre, especula o reflexiona, adelantada; en alerta para refutar con vigor los argumentos sobre los que lleva cavilando 30 años. A estas alturas ha construido una novela de su vida y no ahorra detalles ni razonamientos, pero mide al milímetro sus acusaciones. Es indudablemente atento, tiene paciencia con las fotos y con las preguntas incómodas. Y sólo se alterará al advertir que no todo lo que cuenta convence a los periodistas como él pretende.Con Anastasio pasamos cuatro días, hablamos durante muchas horas. A veces resulta sobrecogedor en su relato. Otras, frío, distante; disecciona una realidad que parece ajena a él. Como si aquel crimen, la cárcel, la huida... no le pertenecieran. Hoy su mundo es otro.
El niño de familia bien, ligón y juerguista, que agotaba las noches en la sala El Sol de Madrid o en La Fábrica de Pan, dos locales de moda en Madrid en los años 80, se ha convertido, dice, en un hombre madrugador y hogareño que vive con su mujer y sus dos hijos en un pueblo pequeño de la Patagonia. Un pueblo del que no habla y donde no ha querido que nos encontráramos. Cultiva tomates, lee con avidez y escribe. Acaba de terminar su primer libro:Supuestos y conjeturas (Dossier Urquijo), que se podrá adquirir en librosenred.com desde el primero de noviembre. Allí narra, en primera persona, los hechos que conoce sobre aquel asesinato que conmocionó a la sociedad española.Su vida ahora es la de un ermitaño. O la de un fugitivo. No tiene móvil. Ni cuentas bancarias. Ninguna tarjeta de crédito. Pero sí muchos secretos guardados durante años de silencio.
—¿Mató usted a los marqueses de Urquijo?
—No, yo ni siquiera entré en la casa. Llevé hasta allí a Rafi, lo dejé en un cruce que había a unos metros y me volví a dormir a Madrid, a casa de mi hermana.

—¿Y Rafi? ¿Disparó él a los marqueses de Urquijo?
—Estoy absolutamente convencido de que no. El autor fue un profesional, y así lo dijeron los forenses en el juicio.
—En su libro dice que en esta historia se oculta algo diferente a lo que la sentencia dictaminó en su momento y que detrás de todo se esconde algo más que un simple crimen pasional.
—Creo que el crimen no tiene nada que ver con lo que dice la justicia. El plan y la ejecución tienen que ver con un móvil económico a niveles muy altos.
—¿Cuál?
—La fusión del Banco Urquijo con el Hispano Americano, que el marqués no quería que se llevara a cabo y sus hijos sí. Y el agujero de miles de millones de pesetas que tenía el banco que se descubrió años más tarde. De ese dinero, que alguien se quedó, parte el armazón de todo esto.
—Usted da a entender que hubo varias personas que planearon el crimen. Que los verdaderos culpables están en la calle libres, ricos, tranquilos... Y apunta al hijo de los marqueses.
—Yo no acuso a nadie. Pero me parece que la coartada de Juan y la del administrador es falsa, que no hubo interés en desmontarla y que, cuando mi abogado lo intentó, la justicia lo evitó. Creo que hubo una mano muy poderosa que los protegió.
Juan de la Sierra, el hijo de los marqueses, alegó siempre que la noche del crimen se encontraba en Londres, donde estudiaba. Según declaró, se enteró del asesinato de sus padres a las diez de la mañana del primero de agosto y cogió un avión a Madrid. Llegó a Barajas a las cinco de la tarde. “Hay cinco cosas que desmontan su tesis —se dispone a explicar Anastasio—. La primera: ninguno de los periodistas que le esperaban en el aeropuerto lo vio llegar. La segunda: cuando el juez le pidió el billete de avión y el pasaporte, Juan recurrió la petición y se negó a ofrecer esos datos. Acabó diciendo que había viajado en un vuelo de Iberia. Mi abogado consiguió la lista de pasajeros y él no figuraba en ella. Interrogamos a las 135 personas del avión y nadie lo recordaba. Tampoco la tripulación. Tercero: durante el juicio, el confesor de la marquesa confirmó que había hablado por teléfono con Juan por la mañana y que ya estaba en España. Cuarto: un empresario de un conocido restaurante madrileño le contó a mi abogado que, dos días antes de los hechos, Juan y su padre estaban cenando en su local. Quinto:aquella noche Rafi me dijo que le acercara a casa de los marqueses porque había quedado con Juan”.
 Ninguno de los testimonios y hechos que desmontaban la coartada de Juan de la Sierra fueron tenidos en cuenta.
Anastasio prosigue: “Sobre el administrador: nadie le preguntó qué hacía allí tan pronto por la mañana, vestido de luto riguroso, con arañazos en un brazo y en un coche que no era el suyo, cuando debería haber estado en Sotogrande preparando la casa de verano, tal y como le había ordenado el día anterior el marqués. Y, desde luego, ¿por qué limpió más tarde los cadáveres de los marqueses o por qué abrió la caja fuerte y quemó, junto con Juan, diversos documentos y pasaportes? O ¿por qué viajó con tanta urgencia a Londres?”.
—Usted también hizo un viaje a Londres el mismo día que el administrador. Siempre se ha dicho que la versión de que iba a ver a su novia azafata no era cierta y que coincidió allí con los hijos de los marqueses y con el administrador, no se sabe muy bien para qué.
—Sí, pero es falso. Si eso hubiera sido cierto, entonces aceptamos que todos, ellos también, están implicados.
Pocos datos más sobre su marcha. En su libro relata una historia rocambolesca de aquella novia, también difícil de creer. Insistimos: ¿No le parece una coincidencia, por lo menos sospechosa? “Ellos no coincidieron, se fueron juntos. En el juicio se demostró que se fueron a toda prisa. Y que sacaron un dinero de la cuenta del banco Urquijo. Nunca dijeron cuánto y nunca se investigó sobre ello”. Es todo lo que lograremos saber de aquel misterioso viaje a Londres que el administrador, los hijos y él mismo hicieron días después del asesinato.
—¿Le parece que los hijos de los marqueses de Urquijo y el administrador se beneficiaban muy directamente de la muerte de sus padres?
—Sí, totalmente. Se beneficiaron ellos y otros muchos.
—¿Son inocentes?
—En mi opinión no son totalmente inocentes. Por lo menos Juan, de Myriam no tengo ningún dato.
—¿Y qué pintaba Rafi en ese engranaje? Durante muchos años se pensó que, aunque se había casado con Myriam, era pareja de Juan.
—Rafi no era gay y, por lo que yo sé, Juan tampoco. Son cosas que escribieron los medios cuando ya no tenían otra cosa que decir. También en alguna ocasión lo comentaron de mí y, la verdad, nada más lejos.
—Usted dice: “Mintió Rafi, mintió Myriam, mintieron peritos, policías, testigos, y así uno tras otro”. Pero también admite: “Y sí, yo también mentí, porque tenía razones para hacerlo”.
—Sí. Tres días después del crimen Rafi me llamó por teléfono y me citó por la tarde en la plaza del Conde del Valle de Suchill. Cuando llegué se echó a llorar. Estaba histérico. Me pidió que le hiciera un favor: “Necesito que te deshagas de esta bolsa, yo no puedo porque seguramente ya estoy vigilado”. ¿Vigilado por qué?, le pregunté. “No puedo contarte mucho...”. Me dijo que no tenía nadie más a quien recurrir, que solamente podía confiar en mí. Le pregunté qué había dentro. Me respondió que una pistola. “Yo no he hecho nada, me tienes que creer, pero tengo que deshacerme del arma”. Nunca me aclaró si con ella habían matado a los marqueses de Urquijo.
Primero le contesté que no podía ayudarle, que debíamos ir a la policía y contar todos nuestros movimientos, porque iban a saber rápidamente que él había dormido allí... “Ya estoy envuelto hasta las cejas porque me han liado. Si contamos algo a la policía, me detendrá”. Esa misma tarde cogí mi coche y me fui al pantano de San Juan, un lugar que conocía y donde pensé que nunca encontrarían la pistola. En la bolsa que me dio sólo estaba el arma envuelta en trapos, sin sangre, sin nada.
Mentí porque no se lo conté nunca a nadie hasta mucho tiempo después.Coger la pistola y hacerla desaparecer fue el error de mi vida. Ése, y no haber acudido a la policía desde el principio. Aunque pensándolo con los años, quizás aún sabiéndolo, hubiera hecho lo mismo.
—¿Por qué?
—Porque era amigo mío y le tenía mucho cariño. Nunca pensé en las consecuencias que aquello podría tener para mí. Pensé que se mantendría callado, que nunca lo diría y que no tendría que verme involucrado.
Pero Rafi habló. El 17 de octubre de 1983 Javier Anastasio fue detenido a raíz de las declaraciones de un amigo común, Mauricio López Roberts. Mauricio contó a la policía que Rafi le había revelado cómo Anastasio le había llevado a la casa y días después se había deshecho de una bolsa con una pistola que le había entregado Rafi. Anastasio lo ratificó ante el juez yfue procesado como coautor del doble crimen. Ingresó en prisión provisional, a la espera de juicio, en el penal de Carabanchel. Tenía 29 años.Cuenta de esos tres años y medio que estuvo recluido que accedió a un submundo que le era ajeno hasta entonces. “Conocí desde generales hasta el último yonqui de la calle. Viví entre la alta sociedad y la marginalidad”. Anastasio era un preso de confianza. “Podía desplazarme por la cárcel cuando quisiera y como quisiera, a cualquier punto y como me diera la gana. Ayudé mucho a la gente, incluso prestándole dinero, y esos fueron contactos que me sirvieron fuera. Pero pasé momentos muy malos de depresión, rodeado de miseria, violencia, desesperanza, maldad y hacinamiento”.
—En prisión coincidió con Rafi. Cuesta creer que no le contara lo que había pasado.
—Ya sé que es raro para mucha gente que, después del favor que le había hecho, Rafi no me explicara nada. Pero no lo hizo. Me decía que era mejor que no lo supiera porque la cosa era muy grave y que incluso podría poner en peligro mi vida. Rafi amenazó muchas veces con hablar. 
Cuando amagó con contar la verdad consiguió que, a los dos días, los hijos de los marqueses retiraran la acusación particular que le habían puesto. A mí me extrañó mucho... ¿Por qué se la quitaron? Se justificaron diciendo que con la acusación pública era más que suficiente. Sin embargo, a mí me la pusieron y no la retiraron. ¿Cómo puede ser que a mí me la mantuvieran y al supuesto autor de los hechos se la retiraran?Yo, evidentemente, no tenía ninguna manta de la que tirar. Anastasio relata en su libro cómo, de vez en cuando, lograba sonsacarle algo a Rafi. “Un día me dijo: ‘Joder, Javier, no sé cómo puedes ser tan ingenuo, si está clarísimo. ¿Por qué crees que Juan me ha quitado la acusación particular?’ En otra ocasión me contó que la noche del crimen le estaban esperando en la casa, pero no quién. Que no sabía que iban a hacer eso y que a la pobre marquesa la habían matado solamente por temor a que, muerto el marqués, la herencia, o gran parte de ella, acabase en manos del Opus Dei. A veces Rafi hacía comentarios acusatorios sobre Juan y siempre despotricaba contra el administrador, según él, artífice e instigador de todo el cotarro [...]”.
—¿A Rafi lo mataron porque sabía demasiado?
Sí. Es mucha casualidad que justo cuando había insinuado públicamente en una entrevista que iba a hablar, alguien lo encontrase en su celda colgado de una sábana. Si Rafi hablaba podía complicarles la vida a algunos. Yo no creo que se suicidara. La autopsia reveló que sus pulmones contenían una gran dosis de cianuro. Y nadie trató de averiguar por qué un tal Ángel Según Fernández ingresó, tres días antes de la muerte de Escobedo, en la cuenta del preso José Huertas Benítez (que repartía el pan y tenía las llaves de la celda de Rafi y de otros internos) 250.000 pesetas y el día 4 de agosto otras tantas; un preso que normalmente no recibía ningún ingreso. Como digo en el libro: lo que nos llevan contando 30 años es falso.
—Estaba ya muy deteriorado por las drogas.
—Rafi, hasta que entró en la cárcel, no se había fumado ni un porro.
—Y usted, ¿nunca tuvo problemas con las drogas? Siempre se dijo que eran un grupo que las consumía.
—Sí he consumido, pero no he tenido jamás ningún problema con ellas. He fumado porros, he probado la cocaína, he experimentado mucho, pero nunca me enganché. En España, en mi generación, estaba a la orden del día. Pero de ahí a pasarte, a engancharte, va un mundo.
Tras tres años y medio de prisión preventiva, el máximo que un reo español había pasado en la cárcel sin un juicio, el 20 de marzo de 1987 Javier Anastasio fue puesto en libertad a la espera de juicio que se celebraría dos meses después. Sin embargo, éste fue pospuesto hasta cuatro veces. Finalmente, la Audiencia de Madrid señaló el proceso para el 21 de enero de 1988. Unos días antes de Navidad, Javier Anastasio cogía un avión rumbo a Brasil.
—¿Siempre pensó en desaparecer?
—No, de hecho estuve nueve meses esperando, desde que salí de la prisión preventiva hasta que se fijó la última fecha para mi juicio. Estaba en España, firmaba en los juzgados y, aunque salía alguna vez a Francia, no me fugaba. Pero empezaron, desde mi punto de vista, a darme avisos indirectos para que me fuera: primero me devolvieron el pasaporte, después me dijeron que no hacía falta que fuera a firmar todas las semanas, que podía ir cada quince días o cada mes. El juicio no paraba de retrasarse. Y sólo me avisaban con una semana o dos días de antelación... Creo que se retrasaba cuando veían que no me había marchado. Yo quería que el juicio se celebrara, porque no había ni una sola prueba, ni una sola, que me inculpara.
—Por tanto, no había pruebas que le comprometieran directamente en el crimen y usted quería que se celebrara el juicio. Sin embargo, se fugó.
—Me fui porque uno de los magistrados, un juez honesto y decente, que formaba parte del tribunal que iba a juzgarme, me dijo que iban a condenarme. Él me instó a fugarme. Sus palabras fueron: “Pase lo que pase en el juicio, todo está arreglado y la sentencia está firmada de antemano”.
—¿Quién fue?
—No puedo revelar su nombre. Pero, si aún vive y hoy ya no se siente comprometido, para mí supondría un gran alivio que confirmara esto que digo.
El 21 de diciembre de 1987, después de hablarlo con su familia, Anastasio cogía una bolsa con un poco de ropa, el dinero de un apartamento que había vendido y cruzaba en coche la frontera de Portugal junto a uno de sus ocho hermanos. Allí tomaría un avión directo a Brasil, un país sin tratado de extradición con España.
Lo hizo con su pasaporte real. Sin suplantar la personalidad de nadie. Nos muestra la fotocopia del documento, con algunos sellos de entonces, incluso del Consulado de Río de Janeiro. “De hecho —cuenta hoy entre carcajadas— estaba sentado ya en el avión cuando me llamaron por megafonía: ‘Javier Anastasio, acuda a la cabina’. Pensé: ¡Dios mío, qué rápido son éstos! ¡Todavía no me he ido y ya me van a detener! Tuve que ir. ‘Hola, soy Javier Anastasio, ¿qué pasa?’. Y resulta que al comprar el billete del avión me habían devuelto dinero de menos. ¡Casi me cuesta un infarto!”
—Su amigo López-Roberts fue condenado a diez años de prisión por prestarle 25.000 pesetas, por encubrirle en su huida.
—Roberts es tan tonto, o estaba siempre tan borracho, que eso que dijo es mentira y le implicó como encubridor. Él no me prestó ningún dinero, me devolvió 15.000 pesetas, y no 25.000, que yo le había dejado previamente para pagar la letra de un coche. Antes de irme le dije: “¿Tienes lo que me debes?”. Si se hubiera acordado de que simplemente me estaba dando un dinero que era mío, no le habrían acusado de encubrirme.
—Una fuga equivale a declaración de culpabilidad.
—Sí, lo sé. Pero me fugué por la información que tenía. Y, sinceramente, yo no creo que nadie en España piense que nosotros matamos a los marqueses. La mayoría opina lo que yo digo: que los culpables y los intereses son otros. La sociedad no cree lo que le han contado. Si no, no se estaría discutiendo sobre este crimen 30 años después.
—Iba camino a Brasil, solo. ¿Qué pensó entonces?
—Recuerdo una sensación muy fuerte de soledad, de no saber qué me iba a pasar, ni lo que iba a ser de mí. ¿Cómo sería mi futuro?
Llegó a Ipanema. Compró en una librería dos diccionarios y una gramática de portugués y se encerró una semana a aprender el idioma. “Podía comunicarme con la gente, pero fueron unas Navidades muy tristes. Me pasaba horas sentado en la playa, mirando los festejos, pensando en cómo iba a plantearme mi nueva vida y a proteger mi libertad”.
Alquiló una casa a su nombre y vivió en Brasil tres años. Era un turista más. “Salía, iba a la playa, conocía gente... tenía algunos contactos de la cárcel que me podían proteger por si me pasaba algo, pero no los necesité. En Brasil todo era muy barato y tenía el dinero que me había llevado, el que me enviaba mi familia y el que gané con la entrevista de Jesús Quintero”. Fue su primera aparición pública tras su escapada. Tuvo lugar en 1990, en la playa de Búzios, en Río de Janeiro. Lo que nadie imaginó es que Javier Anastasio vivía allí mismo. A escasos 100 metros.
—No se escondía. Vivía usted en un sitio muy turístico.
—Cuando yo llegué no había demasiados turistas. Al año se vino a vivir conmigo mi novia de toda la vida, a la que adoraba, tenía pasión por ella. Luego llegó uno de mis hermanos. Al tiempo empezó a ponerse de moda y ya era muy escandaloso por la gente que había venido a verme y la que había conocido; turistas españoles de vacaciones que luego volvían y podían hablar. Decidí cambiar de lugar de residencia, irme al norte.
—¿Se fue solo?
Sí. Mi novia estaba enferma y yo no podía ayudarla con el peligro que corría. Tenía que seguir mi camino. Así que ella regresó a España donde murió poco tiempo después. Fue un palo muy fuerte. Sentí que no había hecho lo suficiente o que no había podido hacerlo. Me fui porque por entonces yo ya me había cansado de Brasil.
—Si comenzó a aburrirse fue porque, tal vez, la sensación de peligro había disminuido...
—A partir del año 89-90 yo ya empecé a estar muy tranquilo, sabía que no me pasaría nada y viajé a otros lugares. Visité Uruguay, Argentina, México, donde estuve cuatro años, y luego regresé a Argentina a vivir. Esos eran mis puntos básicos, pero en medio viajaba a Costa Rica, Ecuador... Estuve por toda Sudamérica.
—¿Por qué estaba tan tranquilo y tan seguro de que no le detendrían?
—Lo primero de todo porque, al poco tiempo de vivir en Brasil, me presenté en el Consulado Español de Río de Janeiro para dar mi dirección y renovar mi visado y nadie me detuvo. Después, al año y medio de estar en Brasil, decidí legalizar mi situación. Allí aún no había tratado de extradición con España y si conseguía nacionalizarme como brasileño ya no podrían sacarme del país. El día que presenté mi pasaporte, los papeles etc., la policía federal me detuvo y me enseñó la orden de busca y captura. Me tomaron las huellas, las enviaron a España y, de repente, después de unas reuniones entre ellos, me soltaron. ¡Yo no lo podía entender pero no dije nada! Me fui corriendo. En el libro cuento otras dos situaciones parecidas más. Nunca me detuvieron.
—Usted sostiene que siempre ha viajado con su pasaporte verdadero.
—Sí. Todos mis viajes los he hecho con mi pasaporte real, con mi nombre y mis apellidos reales porque nunca quise caer en falsificación de documento público.
—¿Nunca ha utilizado otros nombres? ¿O se ha disfrazado? ¿No ha necesitado cambiar de aspecto?
—Me he presentado con muchos nombres: Fernando García, o Enrique Rodríguez, nombres comunes... Como tengo mala memoria, a veces se me olvidaba, estaba en un sitio y alguien me llamaba Javier y otro me preguntaba, ¿pero tú no te llamabas Juan? Sí, me llamo Juan Javier... Pero, en general, he utilizado mi nombre real. Únicamente para hacer negocios, alquilar alguna casa o tener cuenta en un banco, que en un tiempo la tuve, echaba mano de algún amigo.
—A sus amigos, ¿les contaba quién era?, ¿su historia?
—Yo nunca le he ocultado nada a nadie que fuera mi amigo o tuviera una relación conmigo de cariño. Prefería que lo conocieran por mí, antes de que se enteraran de alguna otra forma. Y jamás luego me miraron con sospechas, siempre me aceptaron de una manera impresionante.
—¿En todos estos años se ha topado con otros fugitivos españoles?
—Al mes de estar en Brasil me encontré con Javier Palazón, el diplomático que estaba implicado en un caso de blanqueo y al que había conocido en prisión. Coincidí con él en un restaurante, pero no le saludé. He visto a otros también...
Y guarda silencio. Con Javier Anastasio uno tiene la sensación de que calla, si no todo, parte de lo que sabe. Aunque él insiste: "Estoy cansado de escuchar y leer que yo tengo los códigos para resolver las incógnitas que todavía flotan alrededor de este caso. Ni conocía toda la verdad entonces, ni la sé ahora. Sólo creo que hay una mano muy poderosa detrás de todo esto. Lo cuento porque necesito pasar página”“.
Lo hará definitivamente el día que les explique a sus dos hijos pequeños quién es su padre. “No entienden por qué sólo llevan el apellido de su madre o por qué no voy a trabajar cada mañana como otros papás y me quedo en casa leyendo, escribiendo...”.
—¿Se considera usted un fugitivo?
—No. Me considero un aventurero que ha tenido dinero para viajar, disfrutar de mujeres hermosas y vivir la vida. Tengo una gran capacidad de adaptación. He sido feliz hasta en la cárcel.
—Pero ha vivido sin poder volver a España, sin su familia.
—Sí. Mi gran pesar ha sido no poder despedirme de mis padres. Murieron en Madrid sin ver cómo me convertía en un hombre libre. No pude decirles adiós.
Lo cuenta y se echa a llorar. Anastasio regresó a España tiempo después de que prescribiera su delito. Se encontró con una parte de la familia que lo conocía como “el tío de América”. Y jugó con sus hermanos al dominó en la sobremesa, como solía hacerlo con su padre. “Durante unos días me sentí agasajado y querido”.
Pero volvió a la Patagonia. “Aquí están hijos y mi mujer, mi pareja desde hace diez años, una argentina que lo dejó todo para vivir conmigo sabiendo lo que sabía... Con esta entrevista sólo deseo poner punto y final. Sentirme libre por fin”.

—¿A Rafi lo mataron porque sabía demasiado?
Sí. Es mucha casualidad que justo cuando había insinuado públicamente en una entrevista que iba a hablar, alguien lo encontrase en su celda colgado de una sábana. Si Rafi hablaba podía complicarles la vida a algunos. Yo no creo que se suicidara. La autopsia reveló que sus pulmones contenían una gran dosis de cianuro. Y nadie trató de averiguar por qué un tal Ángel Según Fernández ingresó, tres días antes de la muerte de Escobedo, en la cuenta del preso José Huertas Benítez (que repartía el pan y tenía las llaves de la celda de Rafi y de otros internos) 250.000 pesetas y el día 4 de agosto otras tantas; un preso que normalmente no recibía ningún ingreso. Como digo en el libro: lo que nos llevan contando 30 años es falso.  
 Atte. Javier Anastasio Espona ( Buenos Aires  Abril 2015).







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