Estuvo paseándose por los canales de televisión durante meses, Serafín Cervilla Valle proclamaba impunemente su inocencia en los platós porque los Mossos d'Esquadra, no podían demostrar que había matado a su novia Marina Ruiz. Hasta que por primera vez en España una prueba odontológica le incriminó al certificar que mordió el pecho de la víctima cuando la asesinó.
El cadáver de Marina Ruiz, de 24 años, fue localizado el 15 de febrero de 1999, en las vías del tren junto al polígono industrial de Cervera (Lleida) donde trabajaba en una empresa textil, después de que un maquinista alertara de que su convoy había pasado por encima de un cuerpo.
Tras recibir el aviso, los Mossos pensaron inicialmente que se podía tratar de un atropello accidental o de un suicidio, según recuerda el inspector de la policía catalana Jordi Domènech, uno de los responsables de la investigación.
Sin embargo, una vez que llegaron al lugar rápidamente se decantaron por la hipótesis criminal: el cadáver presentaba una veintena de golpes durísimos en el cráneo, había sangre al lado de las vías (por lo que alguien tuvo que mover el cuerpo para dejarlo entre los raíles), a unos cien metros hallaron una barra de hierro con sangre y pelos y la chica tenía una aparatosa mordida en el pecho izquierdo, marcas de estrangulamiento en el cuello y estaba desnuda.
La autopsia reveló que la barra de hierro había sido utilizada por el asesino también para simular una violación, ya que la vagina tenía desgarros provocados por esta barra ,lo que fue un indicio para los investigadores de que el autor del crimen podía ser alguien del entorno de la joven porque, además de la agresividad con que la atacó, trató de dejar pistas falsas.
Los Mossos también sospecharon de que el asesino podría ser alguien vinculado a la víctima por el sadismo que se desprendía del brutal ataque, con veinte golpes que le abrieron el cráneo y que también acabaron por romper el arma homicida.
Como es habitual, los investigadores tomaron declaración al entorno de la víctima, entre ellos a su pareja, Serafín Cervilla Valle, de 28 años y que trabajaba en la misma fábrica y en el mismo polígono que su novia, a la que se dirigió a trabajar tras asesinarla.
Lo que Serafín Cervilla testificó en su primera declaración policial no levantó sospechas, pero los agentes sí que se fijaron en su actitud mientras estaba en la sala de espera, ya que con gestos mandó callar a sus hermanos ante el miedo de que les estuvieran escuchando.
De los testigos, los Mossos también extrajeron sospechas que apuntaban a Serafín Cervilla: varios de ellos le definieron como una persona muy celosa y detallaron que el fin de semana previo al crimen, en que se celebraba el día de los enamorados, ambos discutieron, hasta el punto de que los agentes encontraron un pastel tarta rosa en forma de corazón tirado sin probar en la basura de su casa.
Además, los amigos de la joven pareja también testificaron que Marina Ruiz, harta de la insistencia de Cervilla, le confesó aquel fin de semana que se acostaba con otro hombre, aunque no se ha podido comprobar que fuese cierto.
Los Mossos ya tenían un posible móvil para el crimen, los celos, aunque les faltaban las pruebas para corroborar sus sospechas ante el juez.
La barra de hierro, tras comprobar que la sangre y los pelos eran de la víctima, y que además también había servido para penetrarla para simular una violación, dio esperanzas a los agentes, pero finalmente no aportó huellas concluyentes que incriminaran al sospechoso.
Otro indicio que avaló las sospechas de los Mossos d'Esquadra se produjo durante un homenaje que convocó en la zona del crimen el Ayuntamiento de Cervera en recuerdo a la víctima: arropado por las autoridades municipales, Serafín Cervilla llevaba un ramo de flores que estuvo a punto de dejar en el lugar exacto del crimen y que sólo conocía el asesino y la policía, aunque se dio cuenta de ello y lo acabó depositando a unos cien metros del lugar.
Al tratarse de un crimen de finales del siglo pasado, los investigadores tampoco podían contar con la triangulación de los teléfonos móviles para confirmar si Cervilla estaba en el lugar del homicidio, cometido a las 5.35 horas de la mañana, a cuatro grados bajo cero, media hora antes de que Marina Ruiz empezara a trabajar.
De hecho, poco antes del crimen, las cámaras de seguridad de una nave cercana captaron entre la oscuridad cómo Marina Ruiz se acercaba a hablar con una persona en aquella zona apartada: el hecho de que la chica actuara con naturalidad, pese a ir sola y de noche en una zona aislada, también estrechó el cercó policial sobre Cervilla.
En una de sus muchas apariciones en los medios de comunicación, Cervilla cometió un desliz que también corroboró las sospechas de los Mossos: le contó al taxista que le acompañó al plató detalles del crimen que sólo podía saber el asesino.
LA ODONTOLOGÍA FORENSE
Pese a que todos los indicios apuntaban al novio, los Mossos no lograban obtener ninguna prueba material, hasta que empezaron a explorar una pista que había arrojado la autopsia, que confirmó que la mordedura que la chica tenía en su pecho izquierdo era perimortem , es decir, provocada minutos antes o después de la muerte.
Y como no había antecedentes parecidos de este tipo de pruebas en España, los Mossos pidieron a Serafín Cervilla, primero voluntariamente y cuando aún no había sido detenido, y luego después de que su defensa impugnara la primera, que se sometiera a una prueba odontológica, para sacar un molde de sus dientes.
Y el resultado fue demoledor: se empleó un sistema de verificación parecido al de las huellas dactilares, por el que son imprescindibles ocho puntos de coincidencia para verificar su identidad.
Un precedente similar al que usó el FBI con el infame asesino Ted Bundy en Estados Unidos a finales de los años 70.
No sólo se hallaron ocho puntos, sino doce en total en ambas pruebas odontológicas, en parte gracias a que la dentadura de Serafín Cervilla no estaba bien alineada.
De esta forma, seis meses después del crimen, tras recabar numerosos indicios y determinar el móvil, los Mossos habían dado con la prueba que necesitaban para detener al sospechoso del asesinato, que acabó siendo condenado por la Audiencia de Lleida a 36 años de cárcel.
En su sentencia, la Audiencia calificó el asesinato de "execrable y deleznable", advirtió sobre la "especial brutalidad" con que actuó Serafín Cervilla y certificó que la identificación del autor de la "brutal" mordedura que tenía la víctima en el pecho despejaba "todas las dudas" sobre la autoría del crimen.
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