En la España de los años cincuenta, antes de la visita del presidente estadounidense Eisenhower que bendeciría la dictadura franquista y de la puesta en marcha del Plan de Estabilización que sacaría al país de la miseria, en aquellos días de hace hoy 50 años, un chico de buena familia, ex alumno del colegio del Pilar de Madrid (vivero de ministros, directores generales y prebostes desde hace un siglo), se llevó por delante a cuatro personas a tiro limpio. Se llamaba José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Moris y era sobrino del entonces presidente del Tribunal Supremo, Francisco Ruiz Jarabo, quien años después sería ministro de Justicia.
En el juicio que se siguió contra él por las cuatro muertes, su defensor lo calificó de "psicópata". "La mejor medicina para los psicópatas es el cadalso", soltó uno de los acusadores. Pero Jarabo no era tal cosa; sus crímenes obedecieron a unos impulsos más comunes y reconocibles, fueron crímenes propios de un caballero español. Aunque el abogado falangista Roberto Reyes, uno de los acusadores, no compartía esta opinión. "Nada más tener noticia del cuádruple asesinato tuve bien claro que el asesino no podía ser español". Y cuando se enteró de que Jarabo sí lo era, concluyó: "Lo es, pero tiene una formación extranjerizante". Lo que no dejaba de ser cierto porque Jarabo se hizo adulto en el hampa y las cárceles norteamericanas.
Acababa de cumplir 17 años, en 1940, cuando su familia se trasladó a Puerto Rico. Jarabo abandonó completamente los estudios y, siempre mimado por su madre, llevó una vida de golfo y holgazán hasta que al cumplir los 20 contrajo, primero, una neurosífilis, y semanas después, matrimonio con una rica heredera.
Pero Jarabo no estaba hecho para el matrimonio, y el divorcio llegó pronto. Se trasladó a Nueva York. Allí fue condenado por tráfico de drogas y de pornografía, y tras cuatro años de cárcel tomó un avión de Iberia y aterrizó en Madrid el 20 de mayo de 1950 provisto de un buen bagaje: diez millones de pesetas, que su madre le dio para que se "estableciera" en la capital, y unas vivencias del mundo de las drogas, la prostitución, el hampa y las cárceles que le permitieron, al poco de llegar, convertirse en el rey de la noche del foro madrileño.
Alto, fuerte como un toro, con aspecto de galán de película mexicana, con una sexualidad insaciable, simpático, de trato exquisito, Jarabo se convirtió en un hombre de leyenda. Las mujeres se lo rifaban. Madrid era entonces una ciudad pueblerina, y aquellos trajes tan bien cortados, aquellos cochazos sensacionales, causaban admiración. Para imaginarse cómo debía de ser su tren de vida, baste señalar que aquellos diez millones de pesetas que le diera su madre (¡diez millones de 1950!) le duraron dos años.
Su punto débil era el alcohol, le despertaba una tremenda agresividad y constantemente se veía envuelto en peleas surgidas casi siempre por problemas de faldas. Aunque en muchas ocasiones salía en defensa de alguien que lo necesitara, en plan justiciero, como el día en que estaba tomando un negroni en Parsifal, frente al Bernabéu, y se fijó en que tres pijos adinerados se reían de un hombre de cierta edad al que acompañaba una impresionante jovencita. Agarró a los tres jóvenes, los sacó del local y, ya en la calle, les pegó una monumental paliza.
Y fue una mujer, el honor de una mujer, el motivo que llevó a Jarabo a sentarse ante el garrote vil. Era inglesa y se llamaba Beryl Martin Jones. Estaba casada con un francés y vivían en Lyón. Había llegado sola a Madrid a comienzos del verano de 1957 con la idea de hacer un poco de turismo y, fundamentalmente, reflexionar sobre el futuro de su matrimonio que comenzaba a hacer aguas.
Pero en cuanto se cruzó con Jarabo, poco tiempo le quedó para la reflexión. Vivieron un verano de ensueño; Beryl, completamente enamorada del seductor latino que, insospechadamente, le correspondió con una relación más profunda y duradera de lo habitual.
Pero llegó el otoño y se acabó el dinero. Jarabo estaba esperando la llegada de un envío de cocaína (una de sus fuentes de ingresos) y con las 7.500 pesetas mensuales que le enviaba su madre no tenía ni para empezar
Y entonces Jarabo reparó en un anillo de Beryl, un solitario de oro con un hermoso brillante que no costaría menos de 50.000 pesetas. Y a renglón seguido pensó en Jusfer, un nido de buitres que figuraba como una tienda de compraventa, pero en realidad era una casa de empeños, tan en boga en aquellos duros años.
Los que necesitaban con urgencia dinero y no podían acudir al Monte de Piedad, la casa de empeños legal, se veían obligados a acudir a antros como Jusfer, donde unos usureros se nutrían de las calamidades ajenas. Llevaban una cubertería, una colcha de seda, joyas, plumas estilográficas, relojes y lo ofrecían a los buitres. Si la prenda valía 100, le ofrecían 10 al necesitado, quien para recuperarla tenía que pagar 30 o 40 en un plazo corto de tiempo si no quería que se la vendiesen a un tercero.
Se acabó el dinero,llegó el frío, y Beryl cayó enferma. En cuanto el marido se enteró, se presentó en Madrid y la convenció de que regresara a Lyón a pasar las navidades. Los amantes apenas si tuvieron tiempo de despedirse. Ella regresó a Lyón y nunca más volverían a verse.
Y el tiempo pasó rápido porque en la vida de Jarabo todo iba a velocidad de vértigo. Beryl le escribía con regularidad y en una de las cartas le recordó el asunto del solitario de oro. Era la primavera de 1958. Jarabo ya se había olvidado del empeño de la joya, pero, fiel a su galantería, decidió resolver el tema rápidamente y volvió a Jusfer con el mismo ímpetu que impulsó a D'Artagnan a recuperar los aretes de la reina.
Su sorpresa fue mayúscula cuando uno de los prestamistas, Emilio, le soltó que la joya no se la podían entregar a él puesto que la propietaria era Beryl. "Pero ella está en Lyón". "Pues que te haga un poder o una autorización". "Tengo una carta suya en la que me pide que recupere la joya. ¿Podría valer?". "Tráela", fue la escueta respuesta del usurero.
Regresó otro día con la carta, y los buitres carroñeros la dieron por buena. Sólo faltaba pagar 10.000 pesetas para recuperar el anillo, el 250 por ciento de lo que le habían dado, y Jarabo no podía en aquel momento. Acordaron que cuando tuviera dinero regresara y se quedaron con la carta, que guardaron en la caja fuerte.
Hasta mediados de junio no volvió Jarabo a la guarida de los ventajistas. Llevaba con él los 2.000 duros, pero resultó que no eran suficientes. Ahora le pedían el doble, 20.000 pesetas. Era el precio del anillo
y la carta.
No hubo más negociación, el diálogo era imposible con aquellos sinvergüenzas. Jarabo abandonó la tienda con una idea muy clara, iba a recuperar la joya y la carta "por cualquier procedimiento". Y optó por la pistola. Se la compró a un sereno del paseo de la Habana; se hizo pasar por un teniente coronel de Aviación coleccionista de armas. Era una FN calibre 7,65 mm.
Dejó pasar unas semanas y llamó a los de Jusfer en vísperas del 18 de julio, conmemoración del Alzamiento Nacional, el día en que Franco, como todos los años, entregaba los premios a empresarios y trabajadores ejemplares y después daba una recepción en La Granja en la que participaban todos los artistas del momento. Jarabo les dijo a Emilio y Félix que tenía dinero y joyas por valor más que suficiente para recuperar el anillo y la carta y quedó en pasar el día 19 a las ocho y media de la tarde porque, aunque era sábado, por aquel entonces en España también se trabajaba.
Salió con tiempo más que suficiente de la pensión Escosura -los días de los hoteles de lujo se habían acabado-, y en la Puerta del Sol conoció a una mujer, que se llamaba Charito y con la que estuvo hasta que dieron las nueve de la noche. Nunca pensó en acudir a la cita en la tienda de Sainz de Baranda; su idea era ir directamente a casa de Emilio, que vivía a la vuelta, en Lope de Rueda.
Llegó unos minutos antes de las diez, la hora en que los serenos cerraban los portales. Tenía muy clara la idea de a lo que iba porque abrió la puerta del ascensor con los codos y pulsó los botones con los nudillos. No había que dejar rastro. Le abrió Paulina, la criada, que le hizo pasar al salón comedor. Emilio se enfadó mucho cuando le vio allí porque "estos temas se tratan en la tienda y no en el domicilio privado". Le dijo que se marchara inmediatamente, y Jarabo, sin decir nada, se fue a la puerta del piso, la abrió, la cerró -para que el otro creyera que se había ido- y volvió sobre sus pasos.
Emilio estaba en el cuarto de baño y ni siquiera notó cómo el cañón de la pistola se apoyaba en su nuca. Bastó con un disparo a bocajarro. Pero allí empezaron a complicarse las cosas. Primero fue la criada, que estaba pelando judías verdes en la cocina: al oír el disparo, comenzó a gritar pidiendo auxilio y Jarabo le clavó en el corazón el mismo cuchillo que la infeliz Paulina estaba usando. Y a los pocos minutos, la esposa de Emilio, María de los Desamparados, entró en el piso.
Jarabo se presentó como un inspector de Hacienda y le dijo que se habían llevado a su marido para unas comprobaciones en la tienda. La hizo sentar en el comedor y le dio palique un buen rato. Pero aquello no podía durar eternamente, y cuando la mujer descubrió los cadáveres de su marido y Paulina, firmó su sentencia de muerte; también fue con un solo disparo a corta distancia.
Era casi media noche y Jarabo decidió quedarse en el piso con sus tres víctimas. La cocaína y el coñá le ayudaron a pasar el tiempo. A primera hora de la mañana del domingo salió a la calle con una maleta en la que llevaba su traje, que se había puesto perdido de sangre, y algunos objetos robados. Y pasó el día durmiendo en su pensión.
El lunes a primera hora entró en Jusfer por la puerta que daba a la escalera de la finca usando las llaves que le quitó a Emilio. Félix, el otro socio, llegó como de costumbre a las nueve y media, y nada más abrir la puerta, la FN del 7,65 se posó en su nuca. En esta ocasión fueron dos disparos. Pero Jarabo no pudo conseguir el anillo y la carta porque ni siquiera encontró la llave de la caja de caudales.
Más o menos a la hora en que fueron descubiertos los cuatro cadáveres, Jarabo dejaba el traje manchado de sangre en una tintorería de la calle de Orense a cuyos dueños conocía. Justificó la sangre diciendo que había tenido una bronca en un cabaré.
Sebastián Fernández Rivas, el inspector jefe del grupo al que correspondió el caso, se dio cuenta enseguida de que la papeleta era muy difícil. Estaba claro que las muertes tenían relación con el negocio de Jusfer, y aunque disponían del fichero de clientes, aquello era como encontrar una aguja en un pajar: los clientes eran demasiados y casi todos debían tener un buen motivo para cargarse a aquellos especuladores. En el segundo piso del destartalado caserón de la calle del Correo donde estaba la sede de la Brigada de Investigación Criminal, no se apagó la luz en toda la noche.
Jarabo tampoco durmió. Estuvo en un par de cabarés y se empeñó en encamarse con dos mujeres a la vez, pero no encontró quien le alquilara una habitación. Pasó toda la madrugada con ambas en un taxi dando vueltas, y cuando se hizo de día pararon a desayunar. Como ya eran las once y media, le dijo al taxista que les llevara a la tintorería de la calle de Orense, donde ya le tendrían listo el traje.
Allí lo esperaban los hombres de Fernández Rivas. Los dos hermanos, dueños de la tintorería Julcan, se dieron cuenta de que había demasiada sangre en el traje para tratarse de una simple pelea y llamaron a la policía porque España entera estaba conmovida aquel día por la noticia del cuádruple asesinato.
Jarabo no opuso la más mínima resistencia: aceptó la derrota como un caballero, pidió que subieran comida desde Lhardy para todos, una botella de coñá francés, y consiguió que le dieran una inyección de morfina. Y así, como en una sobremesa, fue contando de pe a pa la maldita historia del solitario de oro. Manifestó que sentía profundamente la muerte de las dos mujeres, pero no así las de los que le habían chantajeado.
El jueves 29 de enero de 1959 se inició en el Palacio de Justicia de Madrid el juicio. La sala se llenó de famosos y conocidos, artistas (como Zori o Sara Montiel), algún torero, esposas de altos funcionarios
Abundaban las mujeres y sólo faltaba la orquesta de Bernard Hilda para que aquello fueran las tardes del Ritz.
La entrada de Jarabo en la sala de la sección quinta fue impresionante. Estrenaba un traje a medida que le sentaba como un guante y avanzó con paso firme y decidido y dedicando sonrisas a las mujeres, que le miraban extasiadas. Cinco días duró el juicio, y cinco trajes se puso Jarabo. "Una ocasión como ésta bien merece estrenar un traje", comentó el reo, para el que se pedían cuatro penas de muerte.
Las mismas que le pusieron como condena. Y de nada le valieron las amistades ni el hecho de que su tío presidiera el Supremo. Franco no dudó y dio el visto bueno a la ejecución; las muertes de la criada y de la esposa de Emilio pesaban demasiado. Antonio, el verdugo de la Audiencia de Madrid, fue el encargado de la ejecución, que era la número 18 en su larga carrera. Daniel Sueiro mantuvo una conversación con él que publicó en su libro Los verdugos españoles:
-Era un jabato así de alto, 105 kilos pesaba. No paró de beber whisky y fumar, y en toda la noche no se quitó la corbata. Y le tuve que decir al director de la cárcel, cuando llegó la hora, que se la quitara porque si no el garrote no iba a funcionar. Llevaba una colonia que debía de valer un dineral. A las cinco oyó misa y comulgó. Y se puso los dientes de oro y todo sabiendo que iba a morir.
La ejecución fue una auténtica carnicería porque la pericia del veterano verdugo nada pudo con aquel cuello de toro. Tras dos vueltas del verdugo al tornillo del garrote, Jarabo seguía vivo y el médico tardó veinte minutos en certificar su defunción. Tal impresión dejó aquella espantosa escena en los presentes que se organizó una comisión de médicos para realizar un estudio sobre el uso del garrote.
El cuerpo fue llevado al cementerio escoltado por coches policiales. En el camposanto se produjo un incidente: corría por Madrid el rumor de que Jarabo no había sido ejecutado gracias a sus influencias. Y un comisario oyó que uno de los chóferes lo comentaba, añadiendo que el que iba en el féretro era un gitano que también estaba condenado a muerte. El comisario agarró al chófer por el brazo, le puso la pistola en la sien y le obligó a abrir el féretro: "¿Es o no es Jarabo, rojo de mierda?".
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