Por las noches, una de las cosas que más le gustaba al albañil Pere
Puig Puntí era vestirse con su sombrero, ponerse una placa de sheriff en
el pecho, enfundarse unas pistolas de plástico e irse a caminar por las
montañas que rodean su pueblo, Sant Esteve d’en Bas, en el interior de
la provincia de Girona, junto a Olot, una tierra donde los crímenes no
paran de sucederse.
«Me llaman el Rambo porque suelo ir vestido de cazador. Pero yo les digo que soy el sheriff del condado», le contó al titular del juzgado de instrucción número 2 de Olot, David Torres. Puig está preso por matar con un rifle de alta precisión a sus jefes y a dos empleados de la caja de ahorros donde tenía una cuenta con un saldo de apenas un euro.
Asesinó a sangre fría a las cuatro personas, en apenas 15 minutos, el 15 de diciembre del 2010. Primero se presentó en el bar La Cuina de l’Anna, en La Canya, donde desayunaban sus jefes (los constructores Joan Tubert, de 61 años, y su hijo Àngel, de 35).
Se paró en medio del local y gritó: «¡Esto es un atraco!» , Encaró el arma y disparó a bocajarro a Joan, que cayó de bruces contra el suelo, con el pecho reventado por un balazo. Cuando el seco estampido aún resonaba en el local, volvió a apretar el gatillo y abatió a Ángel, que tuvo tiempo de pedir una ambulancia antes de exhalar su último aliento.
Luego Puig subió a su Suzuki azul y condujo en línea recta, unos dos kilómetros, hasta la oficina de la Caja de Ahorros Mediterráneo (CAM), en el centro de Olot, junto a la residencia geriátrica La Caritat, donde Joan Vila Dilme había asesinado a 11 ancianos haciéndoles ingerir lejía o un producto desincrustador.
Puig dejó el coche en mitad de la calle, con el motor encendido y las llaves puestas. A las 9.13 entró en la sucursal bancaria empuñando su rifle. «¡Manos arriba! ¡Esto es un atraco!», volvió a gritar entre el miedo y la incredulidad de los empleados. En un abrir y cerrar de ojos mató a Rafael Turró, de 35 años, subdirector de la entidad, y a Anna Pujol, de 52, también empleada en la oficina, porque le reclamaban el pago de los intereses de un crédito de 4.000 euros que él sostiene que tenía abonados.
Él mismo confesó que además de las cuatro víctimas, tenía previsto dar muerte a otros dos hombres: el dueño de un bar y un cliente porque habían cometido el delito de «mirarle mal» y hacer comentarios despectivos hacia él. Ambos están vivos porque el cazador no los encontró. De haberlos encontrado, uno y otro estarían con el cuerpo agujereado por una bala y sepultados bajo tierra.
Puig declaró ante el juez que perpetró tal carnicería porque «con el pan de la mesa no juega nadie» y porque se sintió «dominado por una serpiente en el estómago y el cerebro».
¿Qué le pasó a Pere Puig por la cabeza? En el bar D’en Bas, lugar de reunión de lugareños, se hace el silencio cuando en la pantalla de la televisión aparece Pere esposado y acompañado por dos mossos d’esquadra que le ponen la mano en la cabeza para evitar que se golpee al entrar al coche policial que le lleva de nuevo al calabozo.
El pueblo, un núcleo de unos mil habitantes donde la gente se conocen por el mote, no se esfuerzan en excusarle, pero tampoco le culpan. Le definen como un tipo huraño, raro, que gustaba más de la soledad que de la compañía. Cuando el municipio, dado a las actividades en grupo, organizaba la caminata anual de unos 20 kilómetros por la montaña, Pere hacía su propia ruta.
Si los vecinos salían a las nueve de la mañana desde un punto, a él le encontraban en ese mismo sitio, pero ya de vuelta, después de recorrer los bosques bajo la luz de la luna. «Le gustaba pasear por la noche. Se ponía su gorro, su estrella de sheriff, llevaba el cuchillo en el cinto y se perdía por el bosque», recuerda un amigo de infancia.
Puig fue al colegio del pueblo hasta los 14 años, donde no destacaba. «Era de los que necesitaba que la letra entrase con sangre», comentaba otro compañero. En su declaración ante los mossos, él mismo dijo que lee y escribe «un poco». En octavo curso, cuando tocaba decidir si seguir estudiando, Puig prefirió irse a trabajar unos años a Olot, donde se inició en el oficio de lampista.
En su casa no había tradición por el mundo de la construcción. Puig es el mayor y le seguía su hermana Mercè y Pilar. De siempre los Puig eran conocidos como los de Can Quineta, una casa en la entrada del pueblo que perteneció a sus abuelos, donde se habían dado comidas (popularmente les llamaban también Can Cassoles).
Su padre, Lluís, trabajó en la fábrica textil del pueblo hasta que cerró. Antes se había dedicado a cultivar unas tierras, pero poco tiempo. Vendieron lo que tenían y se quedaron con una modesta casa amarilla en el centro del pueblo donde vivían padre e hijo. Su madre, Carme, murió hace años.
A excepción de los inicios como lampista, que no cuajaron, Puig se había dedicado toda su vida a trabajar como albañil. Antes de emplearse con los Tubert, había pasado por un par de empresas del ramo de la construcción. Pero fue Joan, un contratista con cierto renombre en la zona, quien depositó en él su confianza y lo mantuvo hasta el final, cuando las cosas ya no iban bien y había echado a casi todos sus trabajadores.
Cada mañana, Puig solía coger el transporte público, un autobús que hace trayectos locales, y se iba a la obra que le tocase. Con los Tubert trabajó durante 15 años, hasta que les mató porque le debían un par de pagas extra y porque se retrasaban en el abono de las mensualidades.
El asesino tenía incluso las llaves de las obras de los edificios que estaban construyendo junto al bar donde se presentó con su rifle, su último juguete, por el que había pagado unos 1.000 euros. Sentía verdadera admiración por su arma, que iba exhibiendo a sus amigos de la sociedad de caza Coll de Bas-Joanetes, de la que formaba parte.
Lo suyo era el jabalí. Quedaba con la pandilla y se iba campo a través a cazar animales. Eso le hacía feliz. Por las noches, muchas veces se pintaba la cara de negro, de camuflaje, para que no le viesen los animales. Puig se perdía entre el bosque hasta entrada la mañana. Nunca se le conoció una novia. «Un tipo raro», admiten sus vecinos. En pleno invierno no era raro verle en manga corta, en un lugar donde los termómetros rara vez pasan de los cuatro grados centígrados.
Cuando Puig acabó su matanza, tenía la intención de plantar cara a los policías hasta que le redujesen. «Estaba decidido a liarme a tiros y a que me matasen», contó al juez. Pero en el último momento se lo pensó mejor y se entregó.
Le contó al juez que no se sintió querido por sus jefes y que por eso les mató. Dijo que de haber sido una persona formada le habría gustado ser mosso d’esquadra o policía.
«Me llaman el Rambo porque suelo ir vestido de cazador. Pero yo les digo que soy el sheriff del condado», le contó al titular del juzgado de instrucción número 2 de Olot, David Torres. Puig está preso por matar con un rifle de alta precisión a sus jefes y a dos empleados de la caja de ahorros donde tenía una cuenta con un saldo de apenas un euro.
Asesinó a sangre fría a las cuatro personas, en apenas 15 minutos, el 15 de diciembre del 2010. Primero se presentó en el bar La Cuina de l’Anna, en La Canya, donde desayunaban sus jefes (los constructores Joan Tubert, de 61 años, y su hijo Àngel, de 35).
Se paró en medio del local y gritó: «¡Esto es un atraco!» , Encaró el arma y disparó a bocajarro a Joan, que cayó de bruces contra el suelo, con el pecho reventado por un balazo. Cuando el seco estampido aún resonaba en el local, volvió a apretar el gatillo y abatió a Ángel, que tuvo tiempo de pedir una ambulancia antes de exhalar su último aliento.
Luego Puig subió a su Suzuki azul y condujo en línea recta, unos dos kilómetros, hasta la oficina de la Caja de Ahorros Mediterráneo (CAM), en el centro de Olot, junto a la residencia geriátrica La Caritat, donde Joan Vila Dilme había asesinado a 11 ancianos haciéndoles ingerir lejía o un producto desincrustador.
Puig dejó el coche en mitad de la calle, con el motor encendido y las llaves puestas. A las 9.13 entró en la sucursal bancaria empuñando su rifle. «¡Manos arriba! ¡Esto es un atraco!», volvió a gritar entre el miedo y la incredulidad de los empleados. En un abrir y cerrar de ojos mató a Rafael Turró, de 35 años, subdirector de la entidad, y a Anna Pujol, de 52, también empleada en la oficina, porque le reclamaban el pago de los intereses de un crédito de 4.000 euros que él sostiene que tenía abonados.
Él mismo confesó que además de las cuatro víctimas, tenía previsto dar muerte a otros dos hombres: el dueño de un bar y un cliente porque habían cometido el delito de «mirarle mal» y hacer comentarios despectivos hacia él. Ambos están vivos porque el cazador no los encontró. De haberlos encontrado, uno y otro estarían con el cuerpo agujereado por una bala y sepultados bajo tierra.
Puig declaró ante el juez que perpetró tal carnicería porque «con el pan de la mesa no juega nadie» y porque se sintió «dominado por una serpiente en el estómago y el cerebro».
¿Qué le pasó a Pere Puig por la cabeza? En el bar D’en Bas, lugar de reunión de lugareños, se hace el silencio cuando en la pantalla de la televisión aparece Pere esposado y acompañado por dos mossos d’esquadra que le ponen la mano en la cabeza para evitar que se golpee al entrar al coche policial que le lleva de nuevo al calabozo.
El pueblo, un núcleo de unos mil habitantes donde la gente se conocen por el mote, no se esfuerzan en excusarle, pero tampoco le culpan. Le definen como un tipo huraño, raro, que gustaba más de la soledad que de la compañía. Cuando el municipio, dado a las actividades en grupo, organizaba la caminata anual de unos 20 kilómetros por la montaña, Pere hacía su propia ruta.
Si los vecinos salían a las nueve de la mañana desde un punto, a él le encontraban en ese mismo sitio, pero ya de vuelta, después de recorrer los bosques bajo la luz de la luna. «Le gustaba pasear por la noche. Se ponía su gorro, su estrella de sheriff, llevaba el cuchillo en el cinto y se perdía por el bosque», recuerda un amigo de infancia.
Puig fue al colegio del pueblo hasta los 14 años, donde no destacaba. «Era de los que necesitaba que la letra entrase con sangre», comentaba otro compañero. En su declaración ante los mossos, él mismo dijo que lee y escribe «un poco». En octavo curso, cuando tocaba decidir si seguir estudiando, Puig prefirió irse a trabajar unos años a Olot, donde se inició en el oficio de lampista.
En su casa no había tradición por el mundo de la construcción. Puig es el mayor y le seguía su hermana Mercè y Pilar. De siempre los Puig eran conocidos como los de Can Quineta, una casa en la entrada del pueblo que perteneció a sus abuelos, donde se habían dado comidas (popularmente les llamaban también Can Cassoles).
Su padre, Lluís, trabajó en la fábrica textil del pueblo hasta que cerró. Antes se había dedicado a cultivar unas tierras, pero poco tiempo. Vendieron lo que tenían y se quedaron con una modesta casa amarilla en el centro del pueblo donde vivían padre e hijo. Su madre, Carme, murió hace años.
A excepción de los inicios como lampista, que no cuajaron, Puig se había dedicado toda su vida a trabajar como albañil. Antes de emplearse con los Tubert, había pasado por un par de empresas del ramo de la construcción. Pero fue Joan, un contratista con cierto renombre en la zona, quien depositó en él su confianza y lo mantuvo hasta el final, cuando las cosas ya no iban bien y había echado a casi todos sus trabajadores.
Cada mañana, Puig solía coger el transporte público, un autobús que hace trayectos locales, y se iba a la obra que le tocase. Con los Tubert trabajó durante 15 años, hasta que les mató porque le debían un par de pagas extra y porque se retrasaban en el abono de las mensualidades.
El asesino tenía incluso las llaves de las obras de los edificios que estaban construyendo junto al bar donde se presentó con su rifle, su último juguete, por el que había pagado unos 1.000 euros. Sentía verdadera admiración por su arma, que iba exhibiendo a sus amigos de la sociedad de caza Coll de Bas-Joanetes, de la que formaba parte.
Lo suyo era el jabalí. Quedaba con la pandilla y se iba campo a través a cazar animales. Eso le hacía feliz. Por las noches, muchas veces se pintaba la cara de negro, de camuflaje, para que no le viesen los animales. Puig se perdía entre el bosque hasta entrada la mañana. Nunca se le conoció una novia. «Un tipo raro», admiten sus vecinos. En pleno invierno no era raro verle en manga corta, en un lugar donde los termómetros rara vez pasan de los cuatro grados centígrados.
Cuando Puig acabó su matanza, tenía la intención de plantar cara a los policías hasta que le redujesen. «Estaba decidido a liarme a tiros y a que me matasen», contó al juez. Pero en el último momento se lo pensó mejor y se entregó.
Le contó al juez que no se sintió querido por sus jefes y que por eso les mató. Dijo que de haber sido una persona formada le habría gustado ser mosso d’esquadra o policía.
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