Cuando ciertas tendencias agresivas se desarrollan en una persona y se mezclan con las condiciones perfectas para que tal individuo pueda llevar a la acción aquellos deseos trastornados, se generan ciertos casos en los que cualquier guión de película de terror, e incluso gore, podrían quedar cortos. Tal es la historia de Jeffrey Dahmer.
Jeffrey Dahmer nació el 21 de mayo de 1960 en Milwaukee, Wisconsin, hijo de una pareja de norteamericanos de clase media. Su infancia transcurrió con relativa normalidad y su padre lo calificaría como un niño extremadamente curioso con una gran fascinación por los animales.
Una vez el pequeño Jeffrey presenció cómo su padre recogía huesos de animales muertos en el patio trasero de la casa. En un intento posterior de darle explicaciones a las acciones de su hijo, su padre expuso que, viendo en retrospectiva, tal evento podría haber significado el comienzo de la catástrofe que se gestaría años después. Pronto, el niño comenzó a dar señales de timidez, por lo que sus padres lo incitaban a realizar actividades que le orillaran a la interacción con otros niños.
Durante su pubertad comenzó a abrir cadáveres de animales. Estos acontecimientos sucedieron justo cuando sus hormonas comenzaron a hacerle experimentar sus primeros deseos sexuales. En este punto se dio cuenta de que se sentía atraído por los hombres. En sus propias palabras: “alrededor de los 14 años comencé a experimentar ideas obsesivas sobre violencia entrelazada con sexo. Se volvían cada vez más fuertes y no tenía a quién contarle, por lo que decidí ocultarlo todo”.
Sus deseos sexuales le causaban un conflicto interno, por lo que comenzó a beber alcohol en grandes cantidades, tal vez como una forma de evasión de su propia realidad.
Pero justo después de salir de la escuela preparatoria, Dahmer pasaría de la fantasía a la realidad con el asesinato de su primera víctima: un joven quien pedía un ride en la carretera. Jefree recogió al chico llamado Steven Hicks, de 18 años, lo invitó a su casa, bebieron y platicaron durante un par de horas, y cuando Hicks se quiso ir, Jefree lo golpeó con un tubo de metal en la cabeza y después lo estranguló. Él sabía perfectamente lo que había hecho y decidió desmembrar el cuerpo con un cuchillo, metió las partes en la cajuela del carro y se dirigió hacia la carretera donde un policía lo paró por conducir de forma sospechosa. Con el cuerpo de la víctima escondido, el policía lo dejó ir sólo con una advertencia. Mantuvo los huesos de la víctima en su cochera por dos semanas, después los trituró a martillazos y los esparció en el bosque que quedaba detrás de su casa.
Como medida alternativa a su vagancia y alcoholismo, Jeffrey se enroló en el ejército y comenzó a aprender anatomía humana para servir como médico de rescate. Por primera vez estaba contento con lo que hacía y obedecía reglas y órdenes establecidas. Su carácter parecía haber cambiado de ser retraído e inseguro a extrovertido y sonriente.
Tras ser expulsado del ejército por su alcoholismo, Dhamer regresó a E.U. y se mudó con su abuela en Ohio, ahí se estabilizó su vida un tanto hasta que un día, en la biblioteca del pueblo, un hombre le dejó una nota ofreciéndole sexo, a lo cual él se negó, pero tiempo después confesaría que ese fue un momento decisivo puesto que despertaría en él un deseo incontrolable de mantener relaciones sexuales con hombres sumisos.
En este punto, Dahmer no encontró cosa más sumisa que un maniquí que robó, al que observaba y con el que se masturbaba hasta que su abuela lo encontró y le ordenó que lo desapareciera. Comenzó a asistir a los clubs gays de Ohio donde conocía a hombres a quienes llevaba a hoteles para invitarles bebidas adulteradas con un somnífero para que cayeran inconscientes. Esto llegó al punto en que intoxicó a un hombre de tal manera que pasó una semana en el hospital.
En noviembre de 1987, Jefree conoció a un chico de 25 años llamado Steve en el bar 219; de ahí, ambos se fueron a un hotel y Dahmer utilizó su vieja técnica de agregar somníferos a la bebida de su acompañante hasta que cayera inconsciente. Jeffrey pasó la noche con el joven. Cuando despertó se dio cuenta de que su acompañante estaba muerto, con moretones y sangre por todas partes; él no recordaba nada pero entró en pánico. Salió y compró el estuche para trajes más grande que pudo encontrar. Metió el cadáver ahí y escapó en un taxi hacia la casa de su abuela donde lo desmembró y ocultó sus partes. Después de ese segundo ataque decidió que no iba a tratar de controlar esos impulsos criminales, más aún, iba a buscar saciarlos.
El tercer ataque fue en contra de un chico de 14 años a quien recogió en la calle y ofreció 50 dólares para que le practicara sexo oral. Lo drogó y lo estranguló, se quedó con el cuerpo más de una semana escondiéndolo en el sótano de la casa, y con el cual continuaba teniendo sexo, explorando sus más perversas fantasías. Cuando el cadáver se comenzó a podrir, Jeffrey lo desmembró y lo enterró en el patio.
Richard Guerrero fue su cuarta víctima; usó el mismo modus operandi: pasó unas horas junto al cadáver antes de desmembrarlo y tirar pequeñas partes a la basura, hasta que eventualmente el camión se había llevado todo su cuerpo parte por parte y en un lapso de varios días.
Su abuela le pidió que se mudara y lo hizo. Rentó un departamento al este de Milwaukee y un día recogió a un pequeño chico de 13 años a quien invitó a su casa. Ahí lo intentó violar pero el chico logró escapar. Lo arrestaron bajo cargos de abuso sexual en segundo grado pero sus asesinatos todavía eran un secreto.
Tras cumplir una breve condena de servicio comunitario, Jeffrey atacó de nuevo. Asesinó a un joven afroamericano de 28 años, momificó su cabeza y sus genitales y los guardaría en el locker del lugar donde trabajaba. Dentro del siguiente año, Jeffrey continuaría con los asesinatos matando a 13 personas más, en su mayoría afroamericanos y bajo su ya establecido modus operandi.
Una noche recogió en la calle a un chico de 14 años, lo drogó y, mientras éste dormía, salió en búsqueda de más alcohol. El chico se despertó y salió a la calle donde un vecino lo vio y llamó al 911. La policía llegó al lugar y comenzó a cuestionar a Jeffrey. Ahí, él les explicó que el chico era su amante, les mostró fotos que le había tomado y argumentó que el muchacho había bebido demasiado y por eso actuaba de esa manera. La policía le creyó y una vez más se escapó de la justicia al tiempo en que mantenía oculta su vida como asesino serial. Tan pronto como los policías se fueron, Jeffrey mató al joven.
Tras algunos meses, los cuerpos de sus víctimas ya comenzaban a apestar demasiado, por lo que Jeffrey decidió comprar un tambo en el que disolvería con ácido los miembros desmembrados de sus víctimas para después tirar los restos por el excusado. Una cosa llevó a la otra y sus deseos parecían insaciables. Pronto decidió que con el objetivo de que sus víctimas se quedaran literalmente con él, Jeffrey comenzaría a comerlas para sentir qué era tenerles literalmente en su cuerpo.
“Eso [comérselos] me hizo sentir que ellos se convertían en una parte permanente de mí”, argumentó en una entrevista.
En julio de 1991, una de sus víctimas llamada Tracy Edwards logró escapar y salir corriendo a la calle para detener una patrulla. Los policías entraron al departamento y encontraron más de 80 fotos de Jeffrey posando con cadáveres en diversos grados de descomposición. En la cocina había cabezas, huesos, diversos miembros de personas en el refrigerador y tres torsos humanos en proceso de descomposición dentro del tambo con ácido.
Finalmente, Jeffrey no correría con la misma suerte que en sus encuentros anteriores con la policía, y esta vez sería encarcelado. Pasó los siguientes días confesando todo a los detectives. Sus abogados intentaron probar que sufría de enfermedades mentales pero les fue negado tal argumento; el multihomicida fue condenado a más de 900 años en prisión.
Durante su estancia en la cárcel, Dahmer se acercó a la religión, fue bautizado y sus acciones fueron disciplinadas. En prisión fue atacado por un recluso quien le propinó una puñalada a la que sobrevivió, pero el 29 de noviembre de 1994, otro interno, quien se hacía llamar “Cristo”, lo mató con un golpe en la cabeza con un tubo de metal. Dahmer murió en camino al hospital.
Es así como terminó la historia de un hombre quien pudo redefinir los conceptos de la maldad humana en una historia que sobrepasa cualquier creación terrorífica en la literatura o el cine.
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