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sábado, 12 de noviembre de 2016

El Ángel de la Muerte

En éste número vamos a centrarnos en uno de los casos que no hace mucho un compañero nuestro,José Carlos Vilorio,miembro de SECCIF ya nos explicó a través de la revista QdC  Quadernos de Criminología ,se trata del celador del geriátrico de Olot llevaba 20 años en tratamiento psiquiátrico sin que nadie detectase sus pulsiones homicidas. Joan Vila Dilme ha confesado la muerte de 11 ancianos de La Caritat.
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A los 25 años, Joan Vila Dilmé acudió al psiquiatra obsesionado con un "temblor de manos". La manía le ha perseguido durante dos décadas. El celador de la residencia La Caritat, en Olot (Girona), repetía una y otra vez en la consulta su preocupación por cómo influía en los demás su supuesto temblor. Según él, incluso le despidieron de su trabajo de camarero porque se le notaba.
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Sin embargo, a Vila no le tembló el pulso, según algunas versiones, para obligar al menos a tres ancianas inmovilizadas a ingerir por la fuerza productos cáusticos. Las mató en la semana del 12 al 17 de octubre de 2010 como una forma peculiar de eutanasia, según su confesión. Él era su cuidador. El informe previo del forense apunta a que en los cadáveres de cuatro personas exhumadas por orden judicial "hay evidencias compatibles con la ingesta de sustancias abrasivas".

Vila ha confesado ante el juez el asesinato de 11 ancianos (9 mujeres y 2 hombres) y ha mostrado dudas en otro caso. Lo hizo durante 14 meses, según su relato. La muerte de Paquita Gironès, de 85 años, el 17 de octubre desenmascaró los crímenes del celador de Olot. Esta octogenaria fue derivada al hospital Sant Jaume, en la ciudad, a pesar de las reticencias de Vila: "No hace falta que aviséis a la ambulancia. Se está muriendo". Los médicos del centro vieron que la mujer tenía quemaduras en las vías respiratorias, el esófago y la boca. "Después de acabar su turno de trabajo, Vila acudió al hospital a ver cómo estaba la Sra. Gironès", recoge el acta de inspección del Departamento de Acción Social y Ciudadanía de la Generalitat de Cataluña.
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Tras la terrible muerte de Gironès, en medio de una horrible agonía, los Mossos d'Esquadra iniciaron la investigación. Los médicos habían alertado de que el fallecimiento no era natural. "Hicimos gestiones para ver si ella misma se había tomado el veneno accidentalmente o con intenciones suicidas. Pero rápidamente descartamos esta hipótesis al comprobar que la mujer estaba imposibilitada", explica una fuente de la investigación. El cerco se estrechó: el autor del asesinato no podía ser nadie ajeno al centro porque ocurrió por la noche, en una residencia con varios controles para entrar y salir.

Los Mossos d'Esquadra interrogaron al día siguiente a una veintena de trabajadores del hospital y la residencia. Entre ellos estaba el celador. Los agentes se incautaron de las grabaciones de las 28 cámaras de vigilancia del geriátrico. En las imágenes vieron cómo Vila entraba en el cuarto de la limpieza a las 20.43 y cerraba la puerta en actitud sospechosa. Un minuto después salía del habitáculo y tomaba el pasillo hacia la habitación 226, donde dormitaba Paquita Gironès. Cinco minutos más tarde aparecía de nuevo en el pasillo y se dirigía a un lavabo próximo. Al cabo de unos segundos, se le veía en las imágenes en dirección a las escaleras. Diez minutos después una auxiliar de geriatría encendía la luz del distribuidor, camino de la habitación de Gironès. Allí descubría a la anciana agonizante. "La encontré de lado, con la mirada extraviada, la boca entreabierta, y la lengua de un color extraño, como grisácea, y con un poco de sangre en el labio. Corrí a buscar Joan Vila. Él siempre sabía qué hacer en estos casos", explicó la empleada María Asunción a los mossos.
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Todos los indicios apuntaban a Vila. El celador, acosado por los agentes, se derrumbó y confesó que había obligado a la anciana a ingerir un producto de limpieza mediante una jeringa. Esta fue localizada en una papelera próxima a la habitación de la víctima. Vila utilizó GM6, un desincrustante ácido contenido en una botella de plástico de color blanco de un litro. Su acción es la destrucción tisular mediante la deshidratación de los tejidos y la abrasión de los músculos, según el forense.
Al día siguiente, tras enterarse de que habían detenido a un celador de la residencia La Caritat, Anna se puso en contacto con los Mossos d'Esquadra. Su tía, Sabina Masllorens, murió cinco días antes que Paquita Gironès. Anna relacionó en ese momento a Vila con el comentario que le hizo el dueño del tanatorio de Sant Joan de Les Fonts, Gregori Brunsó: "¿Su tía llevaba mascarilla de oxígeno cuando murió? Tenía unas extrañas marcas moradas en la cara que ni siquiera hemos podido disimular con el maquillaje". El causante de esas señales acudió con su madre al velatorio de la anciana para dar el pésame a la familia. Los parientes ignoraban entonces que Vila, con gran cinismo, había dejado escrito en el registro del geriátrico: "Exitus. La sobrina, el sobrino y el resto de familiares, muy agradecidos por el trato y las atenciones dispensadas a Sabina durante su estancia en el centro".
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Los mossos preguntaron a Vila por la muerte de Masllorens. El celador confesó en ese momento que también la había matado. "Estaba sola en su habitación, medio dormida. Le metí lejía en la boca con una jeringuilla. Ella no dijo nada. Pareció como si se ahogase. Luego avisé a la enfermera Dolors Garcia, que dijo que seguramente había sufrido una hemorragia interna. No tardó en morir".

Horas más tarde, ante el juez, confesó el asesinato de Montserrat Guillamet. La mató cuatro días después de haber acabado con Masllorens y un día antes del asesinato de Gironès. "Le di de beber lejía con un vaso de plástico blanco. Tuve que dárselo yo porque ella no podía. Le dije 'verás que ahora te encontrarás bien'. Yo pensaba que la estaba ayudando, que le facilitaba la vida porque había perdido la cabeza, tenía vómitos y el cuerpo rígido. Me daba mucha pena. Ella empezó a toser, tosió mucho, tenía como angustia y parecía que quería vomitar. Me marché y fui al comedor a repartir cenas a otros ancianos".
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Antes de morir en el hospital Sant Jaume de Olot, rodeada por sus familiares, y sufriendo terribles dolores, Guillamet intentó quitarse varias veces la mascarilla de oxígeno. Sus hijos se lo impidieron. Hoy se preguntan si aquel acto desesperado de la mujer minutos antes de morir era para explicarle que Vila le había obligado a beber lejía. La directora médico del centro, Josefina Felisart, destacó el "gran sufrimiento" que padeció la víctima.
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Mossos d'Esquadra, el fiscal Enrique Barata y el titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Olot, Leandro Blanco, no salían de su asombro. Se enfrentaban a un posible asesino en serie, sin un móvil claro. No había robos, ni abusos sexuales. ¿Por qué Vila exterminaba a los ancianos a los que debería cuidar? ¿Por qué utilizaba un método tan cruel? Él aseguraba que le daban pena y les quería llevar "a la plenitud", aliviando sus males.
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El magistrado ordenó revisar todos los muertos que hubiera habido en La Caritat desde que entró Vila a trabajar en diciembre de 2005. Los Mossos d'Esquadra presentaron la lista: de los 59 fallecidos en ese periodo, casi la mitad, 27, murieron en los turnos de Vila (fines de semana y festivos). Este año, 12 de los 15 fallecidos en el geriátrico fueron mientras Vila estaba trabajando. En 2009, cinco de la docena de muertes se habían producido estando él de guardia.
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Después de analizar las historias clínicas de los internos muertos durante este año, los forenses encontraron ocho casos sospechosos. Sus muertes difícilmente se podían explicar como naturales. El juez ordenó el 19 de noviembre exhumar los ocho cadáveres enterrados en los cementerios de Olot, Sant Salvador de Bianya y Castellfollit de la Roca, los tres municipios cercanos. Vila acabó confesando el 30 de noviembre que había asesinado a seis de los ocho ancianos. Además, se atribuyó la muerte de dos octogenarias en 2009. El juez ordenó días después que se exhumasen también sus cadáveres.
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¿Qué pasó por la cabeza de Vila? ¿Por qué se había convertido en un ángel de la muerte? "La gente que le conoce no se lo explica. Fue un adolescente como tantos. A los 18, iba al pub de Can Manel, en Castellfollit de la Roca, un pueblo de mil vecinos en el interior de la provincia de Girona, donde vivía con sus padres, Encarnación y Ramón. Una familia modesta catalana, que trabajó en una fábrica del pueblo hasta que cerró. Vila, hijo único, a sus 45 años no se había independizado y seguía fuertemente unido a su madre.
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"Había chicos más echados para adelante y otros más retraídos. Joan estaba entre los segundos", explica una amiga de infancia, que pide el anonimato. "Era muy buena persona, tímido e introvertido. Tenía una voz un poco afeminada, pero jamás le vimos decantarse por hombres o por mujeres. Nunca salió del armario", añade.
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Por entonces, Vila estudiaba peluquería en un centro de Olot. En sus ratos libres quedaba con las muchachas del pueblo y practicaba con ellas. "Nos hacía peinados a la moda. En aquella época se llevaba el estilo del grupo de música Mecano". Cuando los jóvenes del pueblo salían por Olot, Vila no solía beber ni fumar. "Era un chico de muy buen rollo y muy sanote. Estoy convencida de que es verdad eso que dice de que mató a las ancianas como un acto de amor. No ha sabido dónde estaba el límite", sostiene la antigua amiga de infancia. A su entender, Vila no tuvo una adolescencia fácil: "Su vida ha tenido varios golpes. En su juventud debió sufrir mucho por tener la cara marcada por el acné. Y además por su indefinición sexual. Encima, su sueño de la peluquería no salió bien".
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A los 23 años, Vila decide montar una peluquería en Figueres, Tons Cabell-Moda. Antes ha estado trabajando como peluquero en otro local en Girona, cuya dueña le define como un joven "muy exigente consigo mismo". Después de pasar una temporada allí, decidió dejarlo. "Quería ir a Barcelona a formarse y a mí me pareció bien", recuerda la ex compañera. Al volver a Girona, la llamó para que le asesorase en el negocio que quería montar en Figueres. "Le dejé productos de cosmética y le ayudé en lo que pude". Poco a poco, la peluquería arrancó y Vila contrató a una chica para que le echase una mano. "Pero a los dos años se cansó y cerró el local", cuenta la mujer. En el pueblo se dice que Vila decidió clausurar su establecimiento agobiado por una supuesta estafa.
La vida de Vila empezó a sufrir turbulencias constantes que le llevaron a saltar de un trabajo a otro. Algo pasaba en su cabeza y decidió pedir ayuda. A los 25 años, el 9 de julio de 1990, acudió por primera vez a la consulta del psiquiatra Jordi Pujiula, en Olot. Le dijo que tenía dificultades para retener lo que leía y que sentía miedo ante las aglomeraciones de gente. Cada uno o dos meses volvía a ver al doctor y le desgranaba sus fobias y sus angustias.
Al cabo de unos meses el joven entró en barrena. Se volvió inestable e inseguro, acomplejado por su "homosexualidad y su afeminamiento". Por primera vez, Vila confesó a su psiquiatra una obsesión enfermiza que le acompañará a lo largo de los años y le ocasionará más de un problema: un supuesto temblor de manos.
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En aquella etapa, se encontraba perdido, desorientado y se vio abocado a una espiral de constantes cambios en su vida en busca de un equilibrio inalcanzable. Quizá eso explica por qué empezó a hacer cursos de todo tipo: quiromasaje, cocina, modisto, masajes, reflexología podal... En diciembre de 1994 inició las clases para ser auxiliar de clínica, pero las acabó dejando. Vila mostró por primera vez cierto interés en el mundo de la medicina, donde 16 años después cometerá sus crímenes.
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Pero todavía no se dedicó de lleno a la sanidad. Optó por apuntarse a la Escuela de Hostelería del Alt Empordà y comenzó un periplo por restaurantes y hoteles de la provincia, de Roses hasta Olot. En sus constantes visitas al psiquiatra, el celador daba muestras de angustia, agobio, pérdida de control, ansiedad, insomnio, dificultades de concentración, falta de energía, astenia... Para combatirlo se tomaba coca-cola, café, bebidas energéticas, ginseng. Devoraba chocolate y le costaba controlar su peso. Comía compulsivamente y le preocupaba lo que pensaban de él los demás. Los temblores de manos le martirizaban. Creía que su entorno se fijaba en ese problema.
En octubre de 1999, sobrepasado por las circunstancias, el celador probó con un nuevo psiquiatra, el doctor Josep Torrell Llauradó. A sus 34 años, sufría crisis de pánico, tenía poca autoestima, era influenciable y se obsesionaba por las cosas. Jamás tuvo ninguna relación sentimental. Durante las muchas sesiones con el médico, a varias de las cuales acudía acompañado de su madre, el paciente relataba su inestabilidad laboral, aunque admitía que le gustaba cambiar de trabajo.
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Al año siguiente trabajaba en una pizzería en Empuriabrava, una urbanización costera del municipio de Castelló d'Empúries. Vila frecuentaba en verano la zona, donde tiene un apartamento de 20 metros cuadrados en un edificio mastodóntico de 17 plantas. Allí nadie conoce a nadie y eso, lejos del ambiente asfixiante de su pueblo natal, le permitía aflorar su otra cara. Un cocinero que trabajó con él recuerda que solía ir a una discoteca cercana de ambiente gay, situada en un polígono industrial, plagado de camiones, oscuro y alejado de todo.
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El temblor de manos siguió obsesionándole y así se lo cuenta a su psiquiatra una y otra vez. Una y otra vez relata al doctor Torrell que le sudan las manos y que no paran de temblarle. Le receta ansiolíticos para relajarle. A pesar de su percepción, personas de su entorno aseguran hoy que no recuerdan que padeciera este trastorno. Pero él está convencido de que sí, incluso cree que fue despedido de un restaurante en Olot porque el encargado consideraba que no podía ser camarero si le temblaban las manos.
En mayo de 2005, Vila entra en contacto por primera vez con ancianos. Consigue un contrato en la residencia geriátrica El Mirador de Banyoles, un pequeño establecimiento privado. "Las personas podrán gozar de un lugar tranquilo, soleado y con vistas panorámicas", un sitio "cómodo y agradable" para los residentes, según recoge su web. Su director, Jaume Caules, nunca sospechó de él. El día que Vila renunció a su puesto para irse a La Caritat, Caules le dejó las puertas abiertas para que volviese cuando quisiera.
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Una compañera de trabajo recuerda que era el preferido de los ancianos. "¿Hoy no está Juanito?", preguntaban cuando Vila no les aseaba y les daba de comer. "Cuando todas nos íbamos a casa, él se quedaba fuera de su horario, planchando la ropa para que al día siguiente los abuelos fueran conjuntados. Él siempre decía que le gustaría ir al tercer mundo a ayudar a la gente. Era una persona de confianza, uno de los nuestros".
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En El Mirador aguantó ocho meses y lo dejó para irse a La Caritat, en Olot, que está más cerca de su casa paterna, en Castellfollit de la Roca. Sigue con sus crisis de angustia y los temblores en las manos, de forma que decide tratarse en un centro de acupuntura. Persiste el cansancio, está decaído, con dificultades de concentración. Por primera vez Vila, el chico bueno de pueblo para el que nadie tiene una mala palabra, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo, se siente irritable. Incluso discute en alguna ocasión con sus compañeros de trabajo. Curiosamente, esos episodios de ira se producen en el otoño de 2009, cuando ya había asesinado a Rosa Babures y a Francisca Matilde, según ha confesado al juez Blanco.
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Vila, que primero contó que mató a tres octogenarias con productos cáusticos, ahora asegura al magistrado que con el resto de sus víctimas utilizó un cóctel de barbitúricos (en seis de ellas) e inyecciones de insulina (en dos). El informe previo del forense, sin embargo, apunta que miente. De los ocho casos sospechosos, en cuatro hay indicios de que los ancianos pudieron morir intoxicados con algún producto abrasivo. Todavía hay que esperar al análisis de los tejidos para tener certezas.
Uno de los hechos más recientes confesados por el presunto asesino es el de Francisca Matilde Fiol, 88 años, a la que mató el 19 de octubre de 2009. Los forenses todavía no han emitido un dictamen sobre las causas del óbito. Su hija María Dolores contó a los mossos que aquel día notó cómo a su madre le salía por la boca una especie de líquido transparente, maloliente, que luego se tornaba espeso y oscuro. ¿Era esto el veneno usado por el celador para acabar con la mujer? Vila sostuvo ante el juez que ayudó a morir a la octogenaria dándole insulina cuando ambos estaban solos en su habitación, la 308. Falleció horas después en el hospital Sant Jaume de Olot.
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¿Cómo se explican los asesinatos en serie de Vila, un hombre bien visto en su entorno y al que los psiquiatras que le trataron durante 20 años nunca le detectaron un perfil homicida? ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de que era una bomba de relojería? Vicente Garrido Genovés, profesor de Criminología de la Universidad de Valencia, opina que "este tipo de personas sienten una especie de desequilibrio, de turbulencia, que les impide llevar una vida convencional y matan para restablecer el control". A su entender, "mataba para aliviarse de sí mismo".
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La compulsión es el rasgo característico de los asesinos en serie, dice Garrido. Eso, según su criterio, es compatible con el trastorno ansioso depresivo con rasgos obsesivos que le diagnosticaron los psiquiatras. "Son diferentes a los asesinos convencionales. Estas personas están trabajando cuando matan. Quizá no lo harían sin esa facilidad. A ellos la posibilidad de acabar con las vidas les parece enormemente fácil", indica Garrido. Su objetivo es "ganar control sobre su vida, sentir sensación de dominio, como si se tratase de una droga".
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El abogado del celador, Carles Monguilod, ha pedido al juez que unos peritos psiquiátricos examinen a su cliente. El magistrado ordenó el 2 de diciembre que dos médicos forenses especialistas elaboren un informe que determine "el estado psicopatológico, posibles trastornos de personalidad, anomalías en la esfera cognitiva, volitiva y/o afectiva y, finalmente, se determine un posible perfil psicopático" del encausado. Mientras tanto, el grupo de Homicidios de la Unidad Territorial de Investigación prosigue las pesquisas a la espera de conocer el contenido de varios pen drives y los dos ordenadores que intervinieron en la casa de Vila. Además, se llevaron batas médicas, zapatos y otras piezas de ropa para aclarar si tenían restos de productos tóxicos. El resultado definitivo de las autopsias determinará si es aconsejable exhumar más cuerpos.
Sus padres, Encarnación y Ramón, han ido a visitar a Joan a la unidad psiquiátrica de la cárcel de Brians, en Barcelona, donde está recluido. Durante las dos horas que estuvieron cara a cara, ni él ni sus progenitores mencionaron los 11 asesinatos confesados. El celador les dijo que estaba bien, que hacía cursos de cerámica. La visita a la cárcel es una de las pocas salidas que los padres de Vila han hecho desde que el 18 de octubre su hijo fuese detenido. Permanecen encerrados a cal y canto en su casa, en Castellfollit de la Roca. Ni siquiera abren las ventanas del balcón que da a la calle, frente a la iglesia. Unos vecinos les hacen la compra. No quieren oír hablar de periodistas. Una de las escasas ocasiones en que Encarnación bajó a la calle se encontró con la hija de una de las ancianas asesinadas. Ambas se echaron a llorar. "Tú eres víctima, pero yo también soy víctima", se dijeron.

1 comentario:

Gato Negro dijo...

Hola:
Al margen de lo terrible de la historia, me parece que no se han depurado debidamente las responsabilidades. Resulta muy llamativo que un celador pueda matar a 8 personas en una residencia de 47 personas con medicamentos sin que nadie se dé cuenta de la misteriosa desparición de medicamentos y se tomen medidas para investigarlo o limitar accesos. En primer lugar, un celador no es una persona que debiera tene acceso a la medicación en un centro,en segundo, para matar con psicofármacos a una persona se neceesitan grandes cantidades (no digamos a 8)y en 3º algún responsable con conocimientos sanitarios tendría que haber en el centro para controlar la medicación, al margen de las oportunas autorizaciones sanitarias e inspecciones por las cuales se deberían garantizar los accesos estrictamente limitados a la medicación de alto riesgo de abuso y uso, etc, etc. Si la administración no cumplía con sus inspecciones o la residencia tenía depósitos clandestinos con accesos irregulares creo que fueron cooperantes necesarios. O a lo mejor en la residencia sí se dieron cuenta que desaparecía la medicación, limitaron accesos a la misma, y por eso se tuvo que pasar a la lejía que fue cuando lo descubrieron, puesto que es "un poco más" llamativa la muerte que da. En ese caso ¿no sería la residencia encubridora? Y además por las 8 muertes con medicamentos le condenaron a sólo 10 años (otros ciento y pico por el resto). Resulta barato, a pesar del cúmulo de irregularidades que me parece que había detras, que facilitaron sus actuaciones.