Era un sábado tranquilo por la noche. Emily Doe se sentó a
cenar con su hermana menor que la visitaba el fin de semana. Su papá
había hecho la cena.
“Estaba trabajando tiempo
completo y se acercaba mi hora de dormir. Planeaba quedarme en casa por
mi cuenta, ver algo en la televisión y leer, mientras ella (su hermana)
iba a una fiesta con sus amigos. Después, decidí que era mi única noche
con ella. No tenía nada mejor que hacer, así que por qué no, había una
tonta fiesta a diez minutos de mi casa, iría, bailaría como una tonta, y
avergonzaría a mi hermana menor”.
La que escribe es
Emily. Ese no es su nombre real, sino su seudónimo. Fue el 17 de enero
del 2015 el día en que dos estudiantes de posgrado de la Universidad de
Stanford paseaban con su bicicleta por el campus cuando una escena
detrás de un basurero los detuvo.
Un estudiante de
primer año empujaba su cuerpo violentamente sobre una joven inconsciente
y semidesnuda. No era cualquier estudiante. Su nombre es Brock Turner
Allen: un prodigioso nadador de 20 años de la universidad californiana.
“No me conoces, pero has estado dentro de mí, y es por eso que estamos hoy aquí”. La potente carta que le leyó Emily a su violador en el juicio le dio la vuelta al mundo a mediados de este año.
Una
vez más, Estados Unidos explotó en indignación. Otro caso se sumó a la
interminable lista de abusos sexuales que se amontonan en sus
universidades. Públicamente, detonó de nuevo la escalofriante
estadística: una de cada cinco universitarias son agredidas sexualmente
en universidades estadounidenses.
“Hice caras
graciosas, bajé la guardia, y bebí demasiado rápido, sin tomar en cuenta
que mi tolerancia había disminuido significativamente desde la
universidad”, continuó la joven de 23 años. Eso es lo último que
recuerda de esa noche.
Despertó el día siguiente en
una camilla en el pasillo del hospital. Tenía sangre seca y vendas en
sus manos y codos. Pensó que, tal vez, se había caído y que estaba en
una oficina dentro del campus. Pensó mal.
Estandarizar el delito
Los
números no dejan de alarmar. Más de un 20% de las estudiantes fueron
víctimas de agresiones sexuales en 27 campus universitarios EE. UU. en
el último año, y un 5% de los hombres matriculados también.
Así lo sostiene un estudio realizado en abril del 2015 por la Asociación Americana de
Universidades (AAU), en el que participaron 150.000 jóvenes de
prestigiosas universidades como Harvard (Boston), Columbia (Nueva York) y
Yale (Connecticut).
De todos los casos, solamente el
12% lo denuncian porque “no lo consideraban lo suficientemente serio” o
por la dificultad emocional que conlleva aceptarse como víctima.
La
insistente epidemia que sacude a las universidades no es reciente. En
1992 se publicó la carta de derechos de las víctimas de abusos sexuales
en la que se solicitaba a las instituciones que dieran asistencia a las
víctimas en sus derechos básicos y que se notificara a las autoridades.
Un año después de la publicación, las doctoras Carol Boehmer y Andrea Parrot documentaron el problema en Agresiones sexuales en el campus: el problema y la solución.
Ya
para ese entonces, las estadísticas indicaban que un 25% de las
estudiantes universitarias experimentaría alguna forma de abuso hasta su
graduación.
Masivos movimientos estudiantiles han
denunciado el silencio y protección que se le da desde las mismas
instituciones a los agresores.
Uno de ellos lo
encabezaron Annie Clark y Andrea Pino, ex alumnas de la Universidad de
Carolina del Norte (UNC) en Chapel Hill. Sus testimonios protagonizan el documental The Hunting Ground
(2015), una cinta que reúne decenas de crudas historias de víctimas,
así como la falta de protección que les proporcionaron las instituciones
en las cuales ilusamente pusieron toda su confianza.
Andrea estaba en segundo año cuando asistió con una amiga
a la fiesta que cambiaría su vida. Comenzó a bailar con un atractivo
joven. “Pasó muy rápido. Yo era virgen, así que eso empeoraba todo. Él
comenzó a tirar de mí para llevarme al baño. Me agarró de la cabeza,
junto a la oreja, y me la estrelló contra los azulejos del baño. No se
detuvo. No podía moverme”, recuerda.
“Podía oír las risas afuera de la puerta, podía oír la gente bailando. Me preguntaba: ¿por qué nadie me ve? ¿Por qué nadie viene al baño? ¿Por qué no estoy gritando? Cuando estás asustada, cuando no sabes lo que te está pasando, simplemente te quedas quieta y esperas no morir. Y eso era lo que yo estaba esperando... tener más que solo 20 años de vida por delante”."El alcohol no es una excusa. ¿Es un factor? Sí. Pero el alcohol no fue el que me desnudó, me metió los dedos, arrastró mi cabeza por el suelo, conmigo casi completamente desnuda"
Silencio cómplice
Danielle Dirks, autora del libro Confronting Campus Rape
, apunta en la cinta que las universidades activa y agresivamente no
quieren aceptar la verdad sobre lo que pasa en sus campus. “Los primeros
en hacerlo serán conocidos como los campus de las violaciones. Lo
cierto es que ocurren violaciones en todos los campus universitarios y
hay incentivos perversos, económicos y reputacionales para ocultar esas
cifras”.
Administradores como Melinda Meanning, ex
vicedecana de Estudiantes de UNC en Chapel Hill, confirman la presión
existente para negar la violencia sexual, ya que se convierte en un
problema de “relaciones públicas” de la universidad. Solamente durante
su administración en UNC, hubo al menos 100 denuncias... y cero
expulsiones. “Lo que se hace es dificultar las denuncias de los estudiantes para que no haya 200 o 1.000 denuncias de agresiones, o el número que sea en ese campus. Así se consigue mantener artificialmente las cifras bajas”, afirma. “Una forma muy fácil de hacerlo cuando muchos alumnos denuncian es desanimarlos de acudir a la policía. Si van a la policía, es probable que acabe inscrito en el registro público”.
De la mano, estas medidas son acompañadas con otro efecto silenciador: la culpabilización de la víctimas. Un golpe aún más bajo.
“La
violación es como un partido de fútbol”, le dijo una administradora de
UNC Annie Clark. “Si analiza hacia atrás en el juego, ¿qué hubiera hecho
diferente en esa situación?.
“Esperaba que me
aportara recursos, esperaba apoyo. En vez de eso, me dijo una metáfora
de que una violación era como el fútbol. No hacía más que culparme y
culparme por lo sucedido”, cuenta.
La inquisición
parece ser la norma: “¿Cómo estaba vestida? ¿Estaba bebiendo? ¿Cuánto
bebió antes de salir? ¿Le dijo que no? ¿Cómo lo dijo? ¿Cuántas veces le
dijo que no?”, le preguntaron a otra chica. A una más, le dijeron que el
documento que presentó al hacer la denuncia en el que su violador
reconocía la culpa “solo demostraba que la amaba”.
Según el psicólogo clínico Davis Lisak, desde hace unos
25 años se conoce sobre la epidemia de agresiones sexuales en los campus
universitarios y aún así, nada parece cambiar. “El primer estudio
nacional se hizo en 1987, que fue la encuesta universitaria de Mary Koss
a nivel nacional. Esas cifras se han repetido una y otra vez”.
“La
gran mayoría de hombres no violaría, no violará, ni ha violado”,
asegura. “Cuando uno estudia a los violadores que cometen estos delitos,
descubre que el núcleo del problema son los agresores reincidentes”.
De hecho, la cifra expone que menos del 8% de los alumnos cometen más del 90% del total de agresiones sexuales.
Heridas que no sanan
Una
vez que Emily Doe despertó en la camilla del hospital después ir a la
fiesta con su hermana, un agente le contó que había sido atacada.
Mantuvo la calma, estaba segura de que le hablaba a la persona
incorrecta.
Agujas de pino que arañaban la parte
trasera de su cuello, pastillas, inyecciones y unos papeles que decían
“Víctima de violación” confirmaban que algo horrible le había pasado.
"La gran mayoría de hombres no violaría, no violará, ni ha violado. Cuando uno estudia a los violadores que cometen estos delitos, descubre que el núcleo del problema son los agresores reincidentes"
Después de algunas horas, la dejaron bañarse. “Me
quedé ahí examinando mi cuerpo debajo del chorro de agua y decidí que ya
no quería mi cuerpo. Estaba aterrorizada de él, no sabía qué había
estado en él, si había sido contaminado, qué lo había tocado. Quería
quitarme mi cuerpo como si fuera una suéter y dejarlo en el hospital con
todo lo demás”.
Días después, revisando noticias en su teléfono mientras
trabajaba se topó con un artículo. “En él, leí y supe por primera vez
cómo fui encontrada inconsciente, con el cabello revuelto, el collar
largo enrollado en mi cuello, el sostén jalado fuera de mi vestido, el
vestido bajado de los hombros y subido hasta mi cintura, que estaba
desnuda hasta mis botas, con las piernas abiertas, y que había sido
penetrada con un objeto extraño por alguien a quien no reconocía. Así es
como supe qué me sucedió, sentada en mi escritorio, leyendo las
noticias en el trabajo. Supe lo que me sucedió al mismo tiempo que el
resto del mundo”.
En marzo de este año, un jurado de
California encontró al nadador Brock Turner culpable de tres cargos de
ataque sexual. Turner se enfrentaba a una sentencia máxima de 14 años en
la prisión estatal.
En junio, fue sentenciado a seis
meses en la prisión del condado y libertad condicional. El juez dijo que
temía que una sentencia más grande habría tenido “un severo impacto” en
él.
Ese 2 de setiembre, el caso dio un giro… uno que liberó
toda la furia que quedaba contenida: Brock salió de la cárcel del
condado de Santa Clara, en San José, California, después de descontar
tres meses de condena. A pesar de haber sido declarado culpable, tres
meses fueron su castigo.
Las palabras leídas por Emily en el juicio volvieron a salir a la luz pública, solo que esta vez, dolieron más.
“El
alcohol no es una excusa. ¿Es un factor? Sí. Pero el alcohol no fue el
que me desnudó, me metió los dedos, arrastró mi cabeza por el suelo
conmigo casi completamente desnuda. Haber tomado mucho fue un error de
principiante que admito, pero no es criminal. Todos en esta sala han
tenido una noche donde se han lamentado por haber tomado mucho.
Lamentarse por tomar no es lo mismo que lamentarse por un abuso sexual.
Ambos estábamos ebrios, la diferencia es que yo no te quité los
pantalones y la ropa interior, ni te toqué inapropiadamente y huí. Esa
es la diferencia”.
La noche después de la violación, Turner dijo que nunca
planeó llevarla a su dormitorio y que no sabía por qué estaban detrás de
un basurero. Tiempo después, supo que Emily no podía recordar nada de
lo que había pasado. “Un año después, como había predicho, surgió un
nuevo diálogo. Brock tenía una extraña nueva historia que casi sonaba
como una novela mal escrita para adultos jóvenes, con besos, baile y
manos entrelazadas, cayendo románticamente al suelo. Lo más importante
en esta nueva historia es que, de repente, hubo consentimiento. Un año
después del incidente, recordó, ‘oh sí, por cierto, ella dijo que sí… a
todo’”.
“Cuando veo sufrir a mi hermana menor, cuando
es incapaz de mantenerse al día con la escuela, cuando es privada de su
alegría, cuando no duerme, cuando llora tan fuerte en el teléfono que
apenas respira, diciéndome una y otra y otra vez que siente mucho
haberme dejado sola aquella noche, que lo siente, que lo siente, que lo
siente, cuando siente más culpa que tú, entonces no te perdono”.
Cubrir violadores
Los
casos de deportistas acusados de violación con consecuencias absurdas
son más que comunes. El más reciente saltó a los medios hace unas dos
semanas.
Delaney Robinson denunció a Jamies Winston, integrante del equipo de fútbol americano de la Universidad de Carolina
del Norte, en Chapel Hill.
“Mi vida cambió para
siempre, mientras que la persona que me violó sigue siendo estudiante y
jugador de fútbol americano en este campus”, dijo Robinson, de 19 años a
CNN. Aseguró en una conferencia de prensa que la policía ha hecho poco
para ayudarla desde que puso la denuncia hace siete meses, y que le han
dado un trato preferencial a Winston por ser jugador de fútbol.
Al ir al hospital luego del incidente fue interrogada por oficiales del Departamento de Seguridad Pública de la universidad. Una vez más, las preguntas acusatorias se hicieron presentes.
“¿Yo
lo alenté? ¿Le había coqueteado antes? ¿Suelo tener sexo solo por una
noche con alguien? ¿Dije que no? ¿Cuál es mi historia sexual? ¿Con
cuántos hombres he dormido? Fui tratada como sospechosa”, cuenta.
“Sí,
estaba bebiendo la noche del Día de San Valentín", dijo Robinson, con
su padre y su abogada a su lado. “Soy menor de edad (para beber) y tomo
responsabilidad por eso, pero eso no le da el derecho a nadie a
violarme. Yo no merecía ser violada”.
Para los
expertos, hay dos factores claves que disparan la problemática: el
desbocado sistema de fraternidades (en donde, a menudo, sus fiestas se
salen de control) y la protección especial que reciben destacados
deportistas involucrados en estos casos.
“Es indignante la magnitud en la que nuestras
universidades son cómplices de agresiones sexuales a jóvenes en
fraternidades”, comenta Caitlin Flanagan, periodista de The Atlantic . “Es una industria muy poderosa”.
Según
The Chronicle of Philanthropy, solo en el 2013, casi el 60% de los
donativos de los más de 100 millones de dólares dados a las
universidades vinieron de alumnos de fraternidades.
“Las
universidades tienen mucho más que ganar de las fraternidades que las
fraternidades de las universidades. Uno de cada ocho estudiantes que
vive en el campus lo hace en las fraternidades”, asegura Flanagan. “Son
muchas viviendas que las universidades no tienen que pagar o supervisar.
También hay que recordar que los alumnos se atan al campus muy
fuertemente cuando hay un sistema de fraternidades. Los alumnos dan una
gran parte de los donativos anuales, y gran parte de eso proviene de las
membresías de las fraternidades”.
El segundo
explosivo clave, aseguran, es idolatría al deporte universitario. Datos
mencionados en el documental aseguran que menos del 4% de los
universitarios varones son deportistas. Ellos cometen el 19% o más de
abusos sexuales.
"¿Yo lo alenté? ¿Le había coqueteado antes? ¿Suelo tener sexo solo por una noche con alguien? ¿Dije que no? ¿Cuál es mi historia sexual? ¿Con cuántos hombres he dormido? Fui tratada como sospechosa"
“Creo que la mayoría de alumnos deportistas son
dignos de admiración”, dice Don McPherson, mariscal de campo inducido al
Salón de la Fama universitario. “La mayor parte de ellos son buena
gente que intenta hacer lo correcto. Pero cuando hay chicos de 18 a 22
años que son celebridades, eso crea un ambiente tóxico que fomenta el
mal comportamiento. Cuando caminan por el campus, no son como cualquier
otro estudiante. Hay una industria multimillonaria que rodea a estos
jóvenes”.
Grito de ayuda
En
febrero, un grupo de jóvenes sobrevivientes se tomaban de las manos en
el escenario del Dolby Theatre Hollywood, mientras Lady Gaga
interpretaba la canción Till It Happens To You ( Hasta que le suceda a usted ) en la entrega de los premios Óscar.
En 2014, la Casa Blanca lanzó la campaña It’s On Us(Está en nosotros
), un ambicioso movimiento para ponerle fin a las agresiones sexuales
universitarias, con el apoyo de Barack Obama, el vicepresidente Joe
Biden, varias autoridades universitarias y prominentes celebridades.
El
colchón de Emma Sulkowicz caminó con ella por la Universidad de
Columbia durante el 2014 y en su graduación, en el 2015. Ese mismo
colchón en el que fue violada protagonizó el proyecto Carry That Weight ( Cargar el peso
), que llegó hasta los oídos de la candidata presidencial Hillary
Clinton. “Esa imagen debe estar en todos nosotros”, señaló la ex
secretaria de Estado.
El mensaje ha llegado hasta lo más alto que podría llegar.
Mientras
tanto, si el cambio no llega, el peso de más de 100.000 violaciones
anuales seguirá cayendo sobre las cúpulas de las universidades
estadounidenses y su indiferencia cómplice.
En el caso de España, aunque el volumen de investigación en este ámbito es sensiblemente
menor al realizado en otros países, existen, sin embargo, algunos estudios más o menos
amplios, sobre el tema.
Así, por ejemplo, en el trabajo de Eric Sipsma y cols. (2000) se observó que el 33’2% de las
universitarias admitía haber sido víctima de alguna forma de coerción sexual por parte de
algún conocido.
En investigaciones llevadas a cabo por Antonio Fuentes y cols. (2005) y por Silvia Legido y
Juan Carlos Sierra (2010) con universitarios españoles, un 15-16% de ellos reconoce haber
cometido algún tipo de agresión sexual (básicamente, amenazas, manipulación, etc.). Estos
resultados son similares a los obtenidos por Jennifer B. Warkentin y Christine A. Gidycz
(2007) quienes observaron que el 21’2% de los universitarios encuestados habían cometido
algún tipo de agresión sexual y un 1’7% habían cometido una violación.
Marina Múñoz-Rivas y cols. (2007), en una muestra de 1.886 universitarios/as, observaron
que uno/as de cada cinco jóvenes había experimentado abusos de tipo físico con una
intensidad leve y cifras mucho más elevadas para la violencia psicológica. Concretamente,
según esta investigación, las parejas jóvenes reconocerían la violencia psicológica en las
relaciones de noviazgo, en cualquiera de sus formas (actitudes de hostilidad, dominancia o
intimidación a la pareja, degradar control restrictivo), como algo normal, habitual y recíproco,
si bien las consecuencias de esa violencia serían más graves para las chicas que para los
chicos.
En un estudio llevado a cabo por Elena Hernández y Rosaura González (2009) sobre 175
estudiantes universitarios/as se determinó que la forma de coerción más extendida era la
Insistencia sexual (88’2%), con baja frecuencia en un 63’6% de casos y alta frecuencia en un
24’6% , seguida por el Chantaje emocional (73’8%), con baja frecuencia en un 49’6% de
casos y alta frecuencia en un 24’2%, y la Culpabilización (46’0%), con baja frecuencia en un
43’6% de casos y alta frecuencia en un 2’4%. Cabe remarcar que este estudio ofrece datos
globales, sin establecer diferencias entre lo que les sucede a las y los estudiantes.
Por su parte, Fernando Vázquez y cols. (2010) realizaron un estudio sobre una amplia muestra
(1.043) de universitarias gallegas, concluyendo que un 15’2% de ellas había padecido algún
tipo de maltrato físico, psicológico o sexual en algún momento de sus vidas a manos de una
persona del sexo opuesto. De ellas, el 41’5% habían padecido violencia a manos de sus
parejas, el 50’9% a manos de una persona distinta de su pareja y el 7’6% por ambas fuentes.
En relación con el tema que aquí nos ocupa, es particularmente relevante señalar que un 0’2%
de las estudiantes entrevistadas (y un 2’5% de las que habían sido maltratadas por alguien
distinto de su pareja) había sido maltratada por una figura de autoridad (jefe o profesor), dato
éste que podemos tomar como una primera aproximación a la incidencia del acoso sexual en
este colectivo, cuestión sobre la que volveremos más adelante.
En Catalunya, una investigación llevada a cabo por Rosa Valls y cols. (2005-2006) mostró
que un 58% de las 368 universitarias que respondieron a una encuesta afirmaban haber
sufrido o conocer la ocurrencia de alguna de las situaciones de violencia contra las mujeres en
el ámbito universitario sobre las que se les preguntaba.
Por otra parte, las conclusiones del trabajo cuantitativo que forma parte de la investigación Violencia de género en las universidades española (Valls, 2008) a la que antes hemos hecho referencia, y cuyo trabajo de campo fue realizado en diferentes universidades del estado español, muestran que un 65% de las personas encuestadas conocen o han padecido alguna situación de violencia de género en la universidad.
En nuestro caso, y puesto que la investigación que se presenta se centra en una forma concreta de violencia contra las mujeres, el acoso sexual, éste va a ser el primer objetivo de esta primera parte teórica y, posteriormente, también de uno de los estudios empíricos que se presentan (el Estudio 2): tratar de aportar elementos para clarificar su definición.
La definición de acoso sexual.
El concepto acoso sexual (sexual harassment) es empleado por primera vez en 1974 durante un curso dictado en la Universidad de Cornell (USA) por un grupo de feministas para analizar sus experiencias con los hombres en el mundo laboral y referirse al comportamiento masculino que negaba su valor en ese mundo y que, aunque superficialmente tenía apariencia sexual, constituía, en realidad, un ejercicio de poder (Dourambeis, 1997; Pernas et al., 2000; Wise y Stanley, 1992).
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