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martes, 29 de agosto de 2017

Francisco García Escalero , Paradigma de la Locura

La mañana del 22 de diciembre de 1993, el abogado Ramón Carrero entró en la enfermería de la cárcel de Carabanchel. Le esperaban un psiquiatra, dos inspectores del Grupo de Homicidios y un transcriptor. Junto a ellos, un vagabundo: su cliente. Un hombre en pijama, con un mar de tatuajes anudado a los brazos y barba rala. Carrero había recibido una llamada del Colegio de Abogados la noche anterior, en su turno de oficio. Sabía que tenía un caso que defender, pero no se imaginaba que su hombre era uno de los mayores asesinos en serie de la historia de España.
Hierático, indolente, el vagabundo miraba fijamente pese al estrabismo de su ojo derecho. Se llamaba Francisco García Escalero y tenía 39 años. Un hombre al que, en el juicio que vendría, los psiquiatras iban a definir como «paradigma de la locura».
La policía quería demostrar que había matado a Víctor Luis Criado, de 34 años, un compañero del hospital Psiquiátrico Provincial. Su cuerpo había aparecido calcinado junto al cementerio de la Almudena. La policía detuvo a Francisco, que había abandonado el centro con Víctor el 19 de septiembre para regresar a las pocas horas solo. Nadie se imaginaba la cadena de horrores que iba a desvelar la confesión de aquel crimen.
Únicamente hablaba cuando le preguntaban. Sin inmutarse, García Escalero confesó que había machacado el cráneo de Víctor. A un policía se le ocurrió preguntar por otro crimen, y él respondió. Siguió haciéndolo durante cuatro horas, describiendo con su voz cavernosa escenas cada vez más escalofriantes. A veces sonreía tímidamente. Ante la perplejidad de la policía, se atribuyó 11 crímenes entre agosto de 1986 y septiembre de 1993. En días posteriores reconoció cuatro homicidios más que no pudieron ser probados. Todas las víctimas eran limosneros cuya desaparición estaba enterrada en el cajón de casos sin resolver.


Mataba siguiendo un patrón. Con el dinero que mendigaba junto a las víctimas compraba alcohol. Bebía, perdía el control y las apuñalaba o lapidaba. Luego quemaba los cadáveres con colchones viejos y cartones. En ocasiones les rebanaba los pulpejos de los dedos para dificultar su identificación. Tres de los muertos aparecieron en un pozo de la Cuesta del Sagrado Corazón. Escalero los arrastraba hasta allí y los dejaba desplomarse en un vacío tan profundo que tenía que esperar varios segundos antes de oírlos tocar fondo.
Para la prensa, Escalero se convirtió en el Mendigo Psicópata o el Matamendigos. Su cuadro clínico era espeluznante: esquizofrenia alcohólica, manía depresiva, necrofilia… Todo agudizado por una vida de vagabundeo y drogas.
El psiquiatra forense Juan José Carrasco, uno de los responsables del informe pericial que se utilizó en el juicio, recuerda cómo el mendigo le explicó que la sinrazón criminal la podía desatar una discusión por un cartón de vino o un puesto en la puerta de la iglesia. «Eran luchas de supervivencia, de una brutalidad primitiva».
Actuaba siempre narcotizado: cinco litros de vino diarios más un puñado de medicamentos psicotrópicos despertaban la voz que le controlaba desde su cabeza. La «fuerza interior» se apoderaba entonces de él, embriagadora, irresistible. Envestido de una energía descomunal, abría como piñones las cabezas de sus víctimas. En seis años dejó tras de sí un reguero de decapitados y mutilados, troncos huecos, sin entrañas ni corazón.
En parte de los ataques le acompañó su cómplice, Ángel Serrano, el Rubio. Fueron siete años de asociación criminal, pero Escalero no era un sentimental: acabó convirtiendo en papilla la cabeza de El Rubio la noche del 29 de julio de 1993.
La sexualidad atormentada del Matamendigos está detrás de muchas de sus agresiones. Era demasiado tímido y sólo lograba saciar sus apetitos con el cuerpo de los muertos, que le fascinaban. La policía lo había devuelto varias veces al Psiquiátrico Provincial tras descubrirlo profanando tumbas. En una ocasión lo encontraron frente a tres cuerpos desenterrados. Los había colocado contra un muro y se masturbaba frente a ellos; cuando le interrogaron aseguró que no había llegado más lejos porque la fetidez de la carne en descomposición era insoportable.


Sólo una persona sobrevivió a sus ataques: Ernesta de la Oca, una limosnera a la que Escalero y el Rubio acorralaron en un 7Eleven de la avenida de América, la arrastraron a la calle ante la mirada indiferente del guardia de seguridad y violaron en un descampado. La golpearon hasta que creyeron que estaba muerta. La mujer compareció en el juicio con el rostro cosido a navajazos y pedradas. «No me dejaban. Me tocaban como en un juego de imaginación. Les movía como una potencia». «Si quieres matarla, mátala», recuerda Ernesta que le dijo Escalero a el Rubio con displicencia mientras fumaba un cigarrillo y contemplaba la tortura. Después de declarar, Ernesta volvió a desvanecerse en su oscura noche de cartones de vino barato.
La casa de Escalero, un antiguo chamizo que hoy corresponde al número 36 de la calle de Marcelino Roa Vázquez, está a unos 200 metros del cementerio de la Almudena. Su madre, Gregoria, murió. Los vecinos recuerdan a la familia como un grupo extraño. El único miembro que sigue vivo, el hermano de Francisco, pasa una vez al mes por la zapatería de la calle para pagar la comunidad. Los problemas entre Francisco y los vecinos eran constantes. Creía que le perseguían, que le espiaban miles de orejas pegadas a su puerta. En un rapto de locura tiró a una vecina por las escaleras.
Fue un paso más en un camino hacia el vacío que arrancaba de las lápidas entre las que Escalero consumió su infancia. Nació en 1954 en Madrid. Su padre, un albañil curtido en la miseria del campo de Zamora, le golpeaba con frecuencia. No entendía el culto a la muerte de su hijo, sus paseos de madrugada por el camposanto, los cortes que se infligía o su afición a arrojarse ante los coches.
A los 14 años comenzó a desaparecer intermitentemente. Merodeaba con un cuchillo por casas abandonadas, espiando a parejas y masturbándose. Siempre volvía al cementerio. Allí, en 1973, participó en la violación de una mujer. En castigo pasó 11 años en prisión, durante los que no se le detectó ningún síntoma de locura. Quizá porque no se metía en problemas; prefería encerrarse a jugar con sus mejores amigos, «los pájaros muertos que guardaba en la celda», recuerda el doctor Carrasco que le reveló un día.
Cuando recobró la libertad se encontró en un mundo hostil. Apenas sabía leer, no trabajaba. Empezó a mendigar por las avenidas de Madrid, narcotizado hasta que la «fuerza interior» le poseía y le insuflaba una vida de una intensidad demoniaca.


En una sofocante tarde de verano, el forense Juan José Carrasco pelea contra el aire acondicionado de su consulta. «El problema de Escalero es que no estaba ingresado ni recibía tratamiento», explica. «Permanecía en el espacio de la marginación. Falló él, pero también el resto de la sociedad. La red sociosanitaria no supo prever ni evitar las consecuencias de su locura». Después de cada crimen, el asesino regresaba al Psiquiátrico Provincial y forzaba su ingreso entre hipidos: «He matado a alguien». Nadie le tomó en serio.
A lo largo del juicio, en la Sección Primera de la Audiencia Nacional, Escalero mejoró físicamente. Acudía con la calva repeinada y las mejillas arreboladas. Permanecía siempre cabizbajo, escuchando. La tranquilidad con que subió al estrado el día de su declaración cortó la respiración de la sala.
-¿Recuerda usted a Julio Santiesteban, al que mató en un descampado de Hortaleza?
-Por el nombre no lo recuerdo bien.
-¿Recuerda que le acuchilló y que después le cortó el pene y se lo introdujo en la boca?
-No recuerdo. Estaba bajo el efecto del alcohol y de las pastillas. No sabía lo que hacía.
A su lado se sentaba su nuevo abogado. Atraído por la sangre y la luz de los flashes, se había incorporado al espectáculo un letrado con vocación de tiburón: Emilio Rodríguez Menéndez, poco ortodoxo conductor de casos como el de La dulce Neus o El Dioni.
Ramón Carrero, el viejo abogado de oficio, aún no ha olvidado el día en que descubrió que la defensa de García Escalero ya no dependía de él. «Antes de que las diligencias llegaran al juzgado, Rodríguez Menéndez se cruzó y se llevó el caso de mi vida», explica con su voz rota por el tabaco. Se detiene y da una calada al pitillo apoyado en la puerta de la Consejería de Asuntos Sociales de la Comunidad de Madrid, donde trabaja como consultor. «Es una de esas experiencias que te agrían el carácter», sonríe y se echa el pelo hacia atrás con un golpe de mano.
«La defensa no tenía ninguna dificultad: el informe pericial era avasallador», explica el forense Carrasco. Reconocida la autoría y la inimputabilidad de Escalero por enfermedad mental, el juicio se centró en determinar si le confinarían a un hospital penitenciario o a una residencia civil, como solicitaba Rodríguez Menéndez.
El abogado no consiguió seducir al tribunal, pese a su intento de presentar a su cliente como un niño grande un poco bruto. «Le voy a decir al juez que voy a ser bueno y que nunca más beberé vino, para no hacer cosas tan malas como las que he hecho. Y que tomaré la medicación que el médico me diga», solía musitarle Escalero al abogado, según contó éste a los periodistas.


El tribunal entendió que Escalero, autor de 11 asesinatos, una agresión sexual y un rapto, era un hombre peligroso cuyo «riesgo de fuga sería incuestionable» en un centro abierto. Después, Rodríguez Menéndez perdió varios juicios más; el último, el suyo: en 2005 fue condenado a seis años por un delito contra la Hacienda pública, y a dos más por difundir un vídeo erótico de un famoso periodista.
Escalero terminó en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent (Alicante). Instituciones Penitenciarias no permite hablar con él. Sólo el tribunal tiene noticias suyas: cada seis meses recibe un informe sobre su evolución. Carrasco tuerce el gesto. Sabe que sus posibilidades de rehabilitación son remotas. No podrá permanecer en Fontcalent más de los 30 años equivalentes a la pena máxima. Después pasará a otro centro, más tarde, a otro.
«Los albergues están llenos de personas como él», afirma el psiquiatra. «Antes estaban en los manicomios, que se cerraron por caros e impopulares. Los dementes han pasado a la mendicidad, muchos recalan en la cárcel, sin tratamiento». Un problema que merece atención, aunque no todos sigan el itinerario del limosnero de Madrid. Su caso es especial. El psiquiatra recuerda la última vez que se vieron, cuando preparaba su informe. Escalero le miró con su ojo estrábico: «Las voces siguen… Se ríen de mí… Me dicen que quieren sangre».
 Murió en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent el 19 de agosto de 2014.

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