“Hay cosas en tu vida que no son para mí. Y sí, estoy hablando de tus hijos. Estoy seguro de que son buenos chicos, pero no importa cuán buenos sean… El hecho es que yo no deseo tener hijos”.
Las palabras retumbaban en su mente. No podía dejar de pensar en ellas. Veía que el auto se hundía y no lograba reaccionar. Estaba paralizada.
Su mundo se estaba derrumbando. Se había empezado a derrumbar con la carta que le escribió Tom Finlay, ese hombre perfecto que había llegado para sacudir su difícil realidad y convertirse en su obsesión.
No era la primera vez que sentía algo así. Su vida había sido un sinfín de situaciones difíciles, complejas. Y muchas veces sus reacciones habían resultado inexplicables. Pero esta vez, lo sabía, había ido demasiado lejos.
Pasaron 5 minutos y 52 segundos. El auto desapareció. Se lo tragó el lago. Sus hijos Michael, de 3 años, y Alexander, de 1, estaban ahí dentro. Era el fin. O el principio. Ella sólo salió corriendo.
Esta historia comienza el 26 de septiembre de 1971, en Union, Carolina del Sur, Estados Unidos.
Linda Harrison y Harry Vaughan se mostraban satisfechos. Finalmente habían tenido una niña. Ahora, sentían, con la bebé Susan Leigh Smith en el hogar la familia se completaba. Los dos hijos mayores también estaban contentos. Una hermanita era lo que esperaban.
La alegría se prolongó durante algunos años. Susan recién había cumplido 7 cuando sus padres se separaron. Algunas semanas más tarde, su padre Harry se suicidó.
A partir de ese momento, la vida familiar se volvió vertiginosa. Sólo unos meses después, Linda se casó con un exitoso empresario local. Este hombre, Beverly Russell, representaba todo lo que la mujer había aspirado en su vida.
La boda vino con mudanza y reconocimiento social. Atrás habían quedado los problemas económicos y las penurias.
De a poco, las cosas parecían haberse encaminado. Ahora vivían en una hermosa casa en un exclusivo barrio de Union. Nada les faltaba. Pero Susan Smith no se encontraba bien. Desde la muerte de su padre se había vuelto retraída, encerrada en sí misma. Nada parecía satisfacerla.
A los 13 años intentó suicidarse.
El hecho quedó entre las cuatro paredes de la mansión. La familia lo tomó como algo típico de la adolescencia que estaba comenzando.
En la secundaria, la joven fue una estudiante destacada. Enérgica y siempre dispuesta a participar en las actividades que proponía la escuela, rápidamente se convirtió en una de las líderes de su curso.
Sin embargo, algo no estaba bien. Y cuando cumplió los 16 lo reveló al mundo: Susan estaba siendo abusada por su padrastro. Hizo la denuncia en Servicios Sociales. Pero esta vez las cosas en su casa no quedaron en la nada sino que, por el contrario, empeoraron.
Al abuso sexual, Beverly Russell le sumó castigos. Su madre también estaba furiosa. No era su estilo “ventilar” intimidades. El status que tanto le había costado conseguir estaba en peligro por la acusación de su hija.
La presión de la familia fue intensa y el abuso, acallado. Susan nunca más habló del tema. Todos intentaron seguir la vida tal y como había sido hasta ese momento.
Así, en las vacaciones de 1988 la joven decidió buscar trabajo. Tenía 17 años y qué mejor que aprovechar el verano para ganar algo de dinero. Esa sería la llave que le permitiría entrar al mundo adulto y poder salir del horror que vivía.
Consiguió un puesto de cajera en Winn Dixie, una importante cadena de supermercados. Por su capacidad y disposición, enseguida se convirtió en la encargada del lugar.
Pero allí también encontró el amor. Y por partida doble. Susan estableció un vínculo cercano con un compañero de trabajo. Era un poco más joven que ella y lo conocía de la escuela secundaria. Su nombre era David Smith.
La pareja rápidamente comenzó a compartir su tiempo. Sin embargo, y sin que David lo supiera, ella mantenía una aventura con un hombre casado que también trabajaba en la tienda.
Como resultado de este vínculo “prohibido”, Susan quedó embarazada. De inmediato el hombre terminó la relación; ella abortó. Estaba desolada. Nuevamente intentó suicidarse.
David fue quien la rescató de ese pozo anímico. Si bien él estaba de novio, sintió que había encontrado en Susan a su verdadera alma gemela y, por lo tanto, puso punto final a su compromiso para estar con ella.
Susan y David se graduaron en 1989. Se llevaban de maravillas. Es por eso que cuando ella quedó embarazada decidieron casarse. La boda fue a punto de comenzar la primavera, como ella siempre había querido. Aquel 15 de marzo de 1991 la pareja lucía radiante y feliz.
Sin embargo, en la vida de Susan nada resultaba sencillo. El destino parecía ensañarse con ella. Siempre. Ocurre que apenas una semana antes de la ceremonia, de ese evento que se suponía era el más importante de su vida, murió el hermano de David. Lógicamente, el ánimo de la familia durante la boda no fue el mejor.
Por la tristeza, algunas semanas después su suegro intentó matarse; y la madre de su marido, al poco tiempo, se mudó de la ciudad partida por el dolor y superada por la situación.
La relación entre ellos tampoco funcionaba demasiado bien. Al menos no como ambos esperaban. Eran muy jóvenes y demasiado diferentes. Además, David sentía que la madre de Susan se metía demasiado en sus vidas y que era extremadamente controladora.
Michel Daniel Smith, su primer bebé, nació el 10 de octubre de 1991. En marzo del año siguiente, antes de su primer aniversario, la pareja se separó. Los meses siguientes fueron de idas y vueltas. Intentos de reconciliación. Y fracasos.
Hasta diciembre de 1992, cuando Susan le anunció a David que estaba embarazada de nuevo. Alexander Tyler Smith, el segundo hijo, llegó al mundo el 5 de agosto de 1993. En septiembre el matrimonio volvió a separarse.
En ese momento, a sus 23 años, Susan decidió que no quería seguir trabajando con su exmarido en el supermercado. Después de algunas entrevistas, finalmente consiguió un puesto en Conso Products, una empresa textil de la ciudad.
Tal como había sucedido en Winn-Dixie, acá también ascendió rápidamente y en poco tiempo fue nombrada como asistente ejecutiva del presidente de la compañía, J. Carey Findlay.
Pero como en un espiral infinito, todo parecía repetirse. Es que más allá de su evolución laboral, también en esta oportunidad la oficina se convirtió en un nido de amor.
Susan se enamoró –perdidamente sería la palabra que mejor describe lo que sintió- de Tom Findlay , un diseñador de 27 años que, además de trabajar con ella, era el hijo de su jefe.
Era lo que ella había buscado desde el principio. Apenas lo vio quedó flechada. Tom era uno de los solteros más codiciados de Union. Pronto comenzaron a salir. David trató de reconciliarse pero Susan lo rechazó y, al contrario, optó por pedirle el divorcio.
Ese era el primer paso para cumplir su sueño. Imaginaba una casa hermosa, una familia adorable y una vida feliz. Siempre con Tom a su lado. Lamentablemente, él no quería lo mismo. De hecho, estaba pensando en terminar la relación.
Finalmente, en octubre del año 1994 se concretó el divorcio de Susan y David. Pero lejos de sentirse contenta, ella estaba completamente devastada. Unos días antes había recibido una carta de su adorado Tom Findley.
En el texto –crudo, por cierto-, el joven manifestaba su absoluto disgusto por Susan. Criticaba sus actitudes y su modo de vida. De manera tajante estaba poniéndole un punto final a la relación.
“Si quieres atrapar a un buen chico como yo algún día, tienes que actuar como una buena chica. Y ya sabes, las chicas buenas no se acuestan con hombres casados", decía.
Además, dejaba bien claro que, al menos en ese momento, no deseaba ser padre. Ni cuidar hijos ajenos. “Hay cosas en tu vida que no son para mí. Y sí, estoy hablando de tus hijos. Estoy seguro de que son buenos chicos, pero no importa cuán buenos sean… El hecho es que yo no deseo tener hijos”.
Estas palabras la impactaron. La paralizaron. Sintió que su corazón se partía. Intentó varias veces ver a Tom. Lloró, le rogó volver, le contó los dolores más íntimos que habían atravesado su vida. Pero no consiguió conmoverlo. Todo había terminado.
Durante la semana siguiente, Susan se mostró cada vez más obsesionada por Findlay. Les preguntaba a amigos en común si él hablaba de ella, qué había estado haciendo y con quién. Cuando le contaron que él jamás la había mencionado, cayó en un profundo estado de angustia.
Los niños dormían. Aunque apenas habían pasado las ocho, ya habían cenado. Era el 25 de octubre de 1994, el otoño avanzaba y el frío se adueñaba de la noche. Los despertó. Por suerte no le costó mucho.
Así como estaban, un tanto desabrigados y en medias, los llevó a su Mazda. Cada uno tenía su asiento de protección. Y allí los sentó. Bien atados con el cinturón de seguridad, como haría toda madre responsable..
Dio vueltas. Manejar la relajaba. Pero no esta vez. La carta, las palabras, la separación. Todo la estaba volviendo loca. Todo le dolía demasiado.
Después de atravesar un largo camino rural terminó en el lago John D. Long. No lo pensó. No podía. Estacionó el auto en la rampa de los botes. Sacó el cambio. Quitó el freno de mano.
Pasaron 5 minutos y 52 segundos. El auto desapareció. Se lo tragó el lago. Y en él se habían ido sus hijos. Era el fin. O el principio. Ella sólo salió corriendo. Y se sintió libre.
La llamada al 911 sonaba frenética. “Hay una señora que dice que unos tipos se llevaron su auto con sus dos hijos adentro. Ella está histérica”. La voz era la de Shirley McCloud, una mujer que vivía cerca del lago.
Susan había golpeado desesperada a su puerta en plena noche. Entre llantos le contó que la habían apuntado con una pistola en la cabeza. Según su historia, el asaltante le había ordenado salir de la ciudad y allí la había obligado a salir del auto sin poder llevarse a sus hijos. Sólo dijo recordar el llanto de los bebés.
Antes de que llegara la policía, la familia McCloud se acercó hasta la ruta esperando que el secuestrador hubiese dejado a los niños en el camino. Ese fue el comienzo de una intensa búsqueda nacional que se puso en marcha para encontrar a los menores.
Durante nueve días Susan sostuvo la mentira. Día y noche. Lloraba en la televisión. Suplicaba por la aparición de sus hijos. Las pantallas la mostraban casi en cadena nacional.
“Mi corazón me duele tanto que no puedo dormir, no puedo comer, no puedo hacer nada más que pensar en ellos”, dijo entre lágrimas ante una audiencia consternada que sólo podía generar empatía con esa joven de 23 años a la que veían quebrada. “No creo que una madre quiera a sus hijos más que yo”.
Con David a su lado –la pareja se unió en la búsqueda- mostró un video de los niños y le rogó al secuestrador que los cuidara y los alimentara bien. “Mi corazón me duele tanto que no puedo dormir, no puedo comer, no puedo hacer nada más que pensar en ellos”, sostuvo.
El país estaba conmovido. La gente rezaba. Buscaba a la par de las autoridades. Le hacía llegar su apoyo de infinitas maneras.
Sin embargo, para la policía las cosas no estaban tan claras. Así como David había pasado el detector de mentiras sin inconvenientes, la prueba del polígrafo había resultado más confusa en el caso de Susan.
Su testimonio tenía inconsistencias que hicieron dudar a los investigadores. Era raro que en el lugar del secuestro no hubiese otro auto, como había declarado, cuando el semáforo se ponía rojo si había otro vehículo en el cruce.
Además, descubrieron otras dos mentiras: la joven aseveró que iba a ver a una amiga que la desmintió y que se había detenido en un supermercado en el que nadie la había visto.
Finalmente, el 3 noviembre, la citaron para un nuevo interrogatorio. Durante el encuentro, el Sheriff Howard Wells fue claro. No le creía ni una palabra sobre el secuestro, le dejó en claro.
Susan se quebró y confesó. Lloraba desconsolada. Como en un estado de trance, le pedía a los agentes que rezaran con ella. Describió todo. Hasta el más mínimo detalle. Intentó aclarar que en realidad ella se había querido suicidar pero que había saltado a último momento del auto. Ya nadie la escuchaba. Ya nadie la creía.
Los buzos rescataron el Mazda. Los pequeños estaban dentro. La carta que le había mandado Tom Findley, también. La autopsia reveló que los niños estaban vivos cuando al agua los alcanzó.
El mundo ahora sabía que Susan los había asesinado a sangre fría, sin el más mínimo atisbo de piedad, para no perder a su amante.
Michael y Alexander fueron enterrados juntos en el mismo ataúd blanco con lazos morados y sus nombres. Desde ese entonces, descansan en el cementerio de la Iglesia metodista Bogansville United. El funeral, al que asistió una multitud, fue televisado.
David se casó y tuvo dos hijos, Savannah y Nicholas. Sobre su trágica historia escribió un libro.
Susan Smith fue juzgada. Mientras la Fiscalía mostraba las pruebas del cruel asesinato, el jurado lloró. Tras 10 días de proceso, a sus miembros sólo les tomó dos horas llegar a un veredicto.
El 28 de julio de 1995 fue condenada a cadena perpetua con la posibilidad de libertad condicional al cumplir 30 años de prisión. En 2025, cuando tenga 53 años, podrá salir.
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