La mujer está atada de pies y manos. Yace sin conciencia en el suelo, a los pies del llamado maestro, que mira impasible la llegada de unos ertzainas nerviosos porque acaban de forzar la pequeña puerta de su templo.
El maestro está tranquilo, en pie, su torso desnudo y la mirada perdida. Viste un pantalón de chándal azul oscuro. No puede ocultar el deterioro de los últimos años: su barriga le delata, como la flacidez de sus músculos. Su aspecto es sórdido, tan alejado de la cuidada puesta en escena de sus vídeos promocionales.
Le apartan sin amabilidad, no se resiste, hay nervios y voces a su alrededor, los agentes ponen su atención en la mujer y él asiste ensimismado, ajeno a lo que sucede en el escenario del nuevo crimen que acaba de cometer. Solo habla cuando un agente husmea en una bolsa de basura depositada a unos metros y descubre que en su interior hay huesos con algún trozo de músculo: «Son de una mujer que maté hace una semana».
Hace una semana. Dos muertas en dos semanas. El escenario del crimen del maestro shaolín estaba limpio en apariencia: no había sangre, no había otro rastro de violencia que el cuerpo de Ada Ortuya, una joven nigeriana de 29 años, tendido en el suelo, atado con cuerdas, sin actividad cerebral. Aún está por determinar si murió por asfixia, estrangulada o como consecuencia de un golpe mortal.
Es muy probable que las manos de Juan Carlos Aguilar, de 47 años, hayan sido el arma asesina: un hombre como él conoce los puntos vitales del cuerpo humano. Durante un tiempo lejano se atribuyó las dotes del guerrero y más recientemente las de quien está más cerca de Dios. O de Buda, en su caso.
El maestro no estaba desnudo. No estaba incurso en ningún acto sexual. Tampoco en algún tipo de ceremonia o rito religioso, a pesar de que el escenario estaba presidido por una gran figura blanca de Bodhidharma, el patriarca que extendió el budismo por China. Ada Ortuya iba a morir, moriría de hecho tres días después, como murió Jenni Rebollo, una colombiana de 40 años, pero queda por explicar el porqué.
Aguilar, las pocas veces que rompió su silencio, no dio ninguna razón. Aparentó desmemoria, como si su cuerpo fuera por un lado y su mente por otro. Y en algún momento aludió a un tumor cerebral. No estaba bajo los efectos de ninguna droga o del alcohol, según determinaron las primeras pruebas.
Los investigadores de la Ertzaintza no han dejado de actuar en ningún momento bajo la hipótesis de que Juan Carlos Aguilar, el llamado maestro, sifu o abad, es un asesino en serie. El propio escenario del crimen, la confesión de un primer asesinato, el perfil de sus víctimas (inmigrantes que ejercen la prostitución), la evidencia de que fue capaz de mutilar un cuerpo, separar sus vísceras para arrojarlas a la ría y conservar algunos huesos invitan a ello. Comenzarán a indagar en sus archivos personales y, por supuesto, en su pasado. También en su patrimonio, que no debe ser pequeño porque ha contratado los servicios de Javier Beramendi, uno de los penalistas más prestigiosos de Bilbao.
Lo primero que ha llamado la atención de mucha gente, desde la Ertzaintza hasta quienes le conocieron, es su deterioro físico. No se corresponde con un maestro en artes marciales. Y menos con alguien que ha urdido toda una fantasía a su alrededor, como deportista (falso campeón mundial de kung fu tres veces y ocho de España), como único español admitido en el exclusivo templo Shaolín, como maestro, como antropólogo (así figuraba en su buzón de correos) y, últimamente, como abad del falso monasterio budista de Bilbao, su última denominación conocida.
Aguilar fundaba asociaciones, la mayoría no registradas siquiera: por ejemplo, el Instituto de Filosofías Orientales, con sede en su local de la calle Máximo Aguirre, en pleno corazón de Bilbao, a unos pasos del local de Louis Vuitton en la ciudad, el escenario del crimen.
Era también un hombre de un narcisismo desmesurado, capaz de aplicarse violentamente con sus alumnos o exigir un curioso voto de pobreza a sus seguidores, a los que demandaba dinero. En opinión de sus exalumnos, Aguilar manifestó siempre cierto complejo con su baja estatura (medía escasamente 1,60 metros), que trataba de compensar con un exceso de carácter.
Esta forma de fundar falsas asociaciones y crear titulaciones no es exclusiva de Aguilar, es moneda común en el disperso mundo de las artes marciales. Ahora se sabe que, solo en una ciudad como Bilbao, el número de monitores de tai chi reconocidos oficialmente asciende a 15, una cifra mínima comparada con la extensión de su práctica en gimnasios privados e instalaciones municipales.
El deterioro físico de Aguilar arranca del año 2004. Parece que sus mejores años, a partir de su viaje a China en 1994, han pasado. En el año 2000 le entrevistó Eduard Punset para el programa Redes, se promocionó en vídeos y revistas y aparecía de vez en cuando en televisión como autoridad en la materia.
En una entrevista de 2004 en Telemadrid con el ahora escritor Javier Sierra, manifiesta: «He dejado la parte marcial y la parte física». Su mujer, con la que ha tenido dos hijos, se separa de él («después de vivir con él una vida de pesadilla», manifiesta un exalumno), rompe con mucha gente, entra en una nueva vía de contradictoria espiritualidad, sin dejar de lado seguir ganando dinero. Su carácter es cada vez más insoportable. Dice que es capaz de controlar su energía. Se sitúa en una escala superior. Se sitúa cerca de Buda.
Es a partir de esa deriva mística donde la Ertzaintza tratará de encontrar no solo alguna explicación a los crímenes sino certezas sobre lo que ha podido estar haciendo este hombre en los últimos siete años, agazapado en las entrañas de una ciudad demasiado confiada.
Porque Bilbao es una urbe segura, donde pueden transcurrir seis meses sin un maldito asesinato [14 muertes violentas en todo el País Vasco durante 2012, según estadísticas oficiales, incluidas las de violencia de género]. Así ha sido este año 2013, hasta que sus habitantes se han encontrado de bruces con el dilema de que en el corazón de la ciudad un hombre pueda haber estado matando mujeres durante no se sabe cuánto tiempo y enviando sus restos a la ría. Hacía 16 años que no se registraba un doble crimen en la capital y ahora aparece este mal llamado maestro shaolín rodeado de mentiras, crímenes y misticismo.
Con una frialdad poco común, después de escuchar los relatos de las acusaciones con los ojos cerrados, en una especie de estado de meditación, ha salido al medio de la sala y erguido, con una chaqueta cortavientos por los hombros ha respondido frente al micro que sí, a todas las preguntas del fiscal. «Si, reconozco todo eso», ha dicho sin exhibir ningún tipo de empatía pese a la gravedad de los hechos.
Fiscal: ¿Ató a Yenni los brazos y la agredió hasta matarla?
Aguilar: Si
F: ¿Le dio patadas en el cuerpo?
A: Si, reconozco todo eso…
F: ¿Diseccionó el cuerpo?
A: Si
F: En cuanto a Maureen, ¿la agarró y la llevó hacia dentro y la ató por las muñecas y por el cuello?
A: Si
F: ¿La estranguló con cuerdas y bridas?
A: Si…
Aguilar fue detenido por la Ertzaintza el 2 de junio de 2013 en Bilbao tras haber golpeado «salvajemente» en el gimnasio de su propiedad a Maureen Ada Otuya, de nacionalidad nigeriana, que ingresó en estado de coma en el Hospital de Basurto, donde falleció tres días más tarde.
Durante el registro del gimnasio y del domicilio en el que residía en la calle Iturriza, la Policía vasca encontró el cadáver descuartizado de otra mujer, Jenny Sofía Rebollo, natural de Colombia.
Las acusaciones sostuvieron que el acusado «disfrutaba manteniendo prácticas sexuales de dominación con mujeres sometidas a él e indefensas, incluso desmayadas o privadas del sentido», en referencia a las fotografías que se localizaron en las que aparecían mujeres narcotizadas con las que tenía relaciones. Entre ellas, aparecieron imágenes de Rebollo.
En concreto, el abogado de la familia de Mauren Ada Otuya señaló, en su petición de condena, que el procesado «golpeaba» a las víctimas «hasta darles muerte», y recogía «dichas prácticas en soporte fotográfico para su posterior disfrute».
Por ello, cree que «fantaseó, planeó y ejecutó» el crimen de la joven nigeriana, de forma que en la madrugada del 2 de junio, en torno a las 4.15 horas, «con el ánimo premeditado de saciar sus instintos asesinos, salió con su vehículo a buscar una víctima». De esta forma, Juan Carlos Aguilar encontró a Maureen Ada Otuya.
Cuando la encontró la policía, Maureen Ada Otuya se encontraba en el suelo, «semioculta por unos colchones y tapada por una tela», con las prendas de vestir desgarradas. «Estaba ensangrentada e inconsciente, con las manos y pies atados con bridas y dos vueltas de cinta americana apretándole el cuello. Debajo de la cinta tenía un cordel enrollado cinco veces alrededor del cuello y una brida apretándole».
La joven ingresó en el hospital en estado de coma y falleció el 5 de junio sin haber recuperado la conciencia. El letrado subraya que Juan Carlos Aguilar «escogió» a las víctimas «con planificación» al ser « mujeres vulnerables, en situación de exclusión social, con escasa red de apoyo social en Bilbao, inmigrantes de un estrato socioeconómico muy bajo, que no iban a ser echadas de menos por nadie», es decir, « mujeres a las que consideraba presas fáciles».
«Vi a una persona de color gritando auxilio, era una persona de color, y a otra persona que la arrastró del pelo hacia abajo». La vecina de la calle Máximo Aguirre que dio la voz de alerta y que posibilitó la detención de Juan Carlos Aguilar, describió que llamó a la policía después de ver a una mujer con cara de angustia golpeando en la cristalera de la puerta del gimnasio y dando gritos que anticipaban que le iba a pasar algo.
Esta mujer que estuvo separada por una mampara del acusado, el falso shaolín, describió que los gritos eran evidentes y que ella interpretó que a Maureen le iba a pasar algo.
Poco después llegó la policía vasca y encontraron al shaolín y a Maureen prácticamente en coma. Aunque los servicios sanitarios lograron reanimarla, falleció tres días después. Varios de los asistentes al juicio, en un corrillo poco después de terminada la segunda jornada, se preguntaron cuántas Jenny y Maureen habrían si la mujer que avisó a la policía no se hubiera encontrado con aquella escena.
Juan Carlos Aguilar fue condenado a 38 años de cárcel por asesinar con alevosía a Jenny Sofía Rebollo, colombiana de 40 años, y a Maureen Ada Otuya, nigeriana de 29 años de edad, el 25 de mayo y el 2 de junio de 2013, respectivamente, tras recogerlas en su vehículo en la calle General Concha de Bilbao y llevarlas a su gimnasio.
Juan Carlos Aguilar, el falso monje shaolín de Bilbao en prisión desde junio de 2013 acusado de matar a dos mujeres, fue apuñalado en el cuello y la cabeza por otro interno en el Centro Penitenciario La Moraleja de Dueñas (Palencia). El agresor, un interno de origen canario con "un alto perfil psiquiátrico y muy conflictivo", además de muy corpulento (más de 1,90 de estatura y más de 120 kilos de peso) asestó a Aguilar dos puñaladas en la cabeza y en el cuello con un cepillo de dientes afilado, un arma de fabricación carcelaria que no pita al pasar por los detectores de metales.
Tras realizársele en la prisión las primeras curas en la enfermería, Aguilar fue trasladado al Hospital Río Carrión de Palencia aunque regresó al Centro Penitenciario .
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