Pilar Prades abandonó su pueblo a los 12 años para emigrar a la capital en busca de oportunidades. Analfabeta y poco agraciada, entró a servir en varias casas, pero su gesto adusto y su introvertido carácter dificultaban su asentamiento. Desquiciada, al percibir una oportunidad de medrar tomó la alternativa criminal. Conjurada para convertirse en la nueva ama de la casa, envenenó a su señora con el veneno de las hormigas. Alentada por el éxito de su crimen, se atrevió a repetirlo en su siguiente destino. Su devenir criminal la conduciría al garrote vil, convirtiéndola en la última mujer ejecutada en España.
Pilar Prades podría haber protagonizado la clásica novela de misterio, aquella en la que el asesino indefectiblemente es el mayordomo. En la España de los 50, el prototipo de mayordomo lo personificaba la chica de servir, eufemismo que definía a aquellas jóvenes, en su mayoría analfabetas, que abandonaban su pueblo para emigrar a la capital. Allí trabajaban como criadas en las casas de familias de posibles mientras intentaban pescar marido, encontrar un hombre que, salvándolas de su servil destino, les permitiese lucir su ajuar.
Pilar Prades podría haber protagonizado la clásica novela de misterio, aquella en la que el asesino indefectiblemente es el mayordomo. En la España de los 50, el prototipo de mayordomo lo personificaba la chica de servir, eufemismo que definía a aquellas jóvenes, en su mayoría analfabetas, que abandonaban su pueblo para emigrar a la capital. Allí trabajaban como criadas en las casas de familias de posibles mientras intentaban pescar marido, encontrar un hombre que, salvándolas de su servil destino, les permitiese lucir su ajuar.
Pilar Prades era una de ellas. Llegada de Bejís (Castellón) a Valencia con 12 años, su gesto adusto, que escondía su personalidad introvertida, la llevó de casa en casa, llegando a cambiar de domicilio tres veces en el mismo año. Hasta que en 1954, ya talluda para la época, contaba 26 años, entró a servir al matrimonio Vilanova. Enrique y Adela no tenían hijos y regentaban una chacinería, por lo que precisaban de una criada que se ocupase de la casa y echase una mano en su negocio cuando fuese necesario. Pilar se encontró en su salsa: la casa sin hijos era fácil de llevar y la posibilidad de trabar contacto con las clientas en el comercio de sus amos la subyugaba.
Su señora, Adela, tomaba infusiones con regularidad y en la casa se utilizaba una sustancia de espesa consistencia y sabor dulzón, un matahormigas, un veneno que se podía adquirir en cualquier droguería con el nombre de Diluvión.
Pilar vislumbró en ese veneno una solución a su estancada situación.
Las infusiones de su señora pasaron a ser más dulces desde entonces, y su estómago paralelamente devino más sensible. Los médicos que la atendían, desorientados, ajenos a los extraños síntomas que su paciente presentaba, habían acudido a su cajón de sastre diagnosticándole un mal recurrente, gripe. Hasta que un buen día, Adela no pudo levantarse, y tras varios días de agonía fallecía dejando solo a su esposo al frente de la chacinería. Pilar tenía así el campo libre: el asombrado Enrique, aún de duelo, veía a Pilar tras el mostrador luciendo el almidonado delantal que había llevado a diario su bienamada esposa.
La chica de servir se había sobrepasado y es despedida sin miramientos. Dolida, abandona Valencia.
Pilar se encuentra de nuevo a la deriva hasta que otra chica de servir, Aurelia Sanz Hernández, con la que ha trabado amistad en la sala de baile a la que ambas acuden, ‘El Farol’. Ella consigue que la contraten como doncella en la casa donde trabaja como cocinera. El domicilio pertenece al doctor Manuel Berenguer y su esposa, Mª del Carmen Cid. Las dos pasan sus tardes libres juntas en fraternal amistad hasta que un día un chico que interesa a ambas demuestra su interés por Aurelia, más joven y atractiva. Los celos reconcomen a Pilar y a las pocas semanas Aurelia enferma: sus síntomas preocupan al doctor, la joven se ve aquejada de una parálisis progresiva de origen incierto. El doctor Berenguer la ingresa en un hospital donde, curiosamente, la paciente demuestra una notable mejoría. Poco después, la señora de la casa, Mª del Carmen, empieza a padecer los mismos síntomas. La sospecha empieza a alumbrarse en la mente del doctor, que despide a Pilar y, muy preocupado, consulta con otros colegas. La teoría del envenenamiento empieza a tomar consistencia pero, antes de denunciar a Pilar, debe tener pruebas de que ha existido una intoxicación. En espera del resultado de los análisis, decide contactar con el antiguo jefe de Pilar, Enrique Vilanova. Este le informa de la inexplicable muerte de su esposa y del sospechoso comportamiento de Pilar. Al conocer los síntomas padecidos por la fallecida, el doctor Berenguer presenta la denuncia en la comisaria de Ruzafa, pidiendo la exhumación de su cadáver. El cuerpo de Adela aparece en pleno proceso de momificación, prueba ineludible de la existencia de una sustancia química.
La policía detiene a Pilar y, al registrar su habitación, da con una botellita de Diluvión oculta entre su ropa.
La envenenadora ha sido descubierta.
Pilar se declara inocente, haciendo caso omiso de su abogado defensor, que le advierte de que la pena de muerte la acecha y que sólo su confesión de culpabilidad puede evitarla, conmutándose por una condena de entre 12 y 16 años de reclusión. Pero la envenenadora continúa defendiendo su inocencia.
La policía la somete a un duro interrogatorio, que se prolonga durante treinta y seis horas, durante las que se le niega el descanso y se le suministran aspirinas como único alimento.
En un momento de debilidad, confiesa haber suministrado una infusión de boldo, hierba medicinal estomacal cuyo desagradable sabor había intentado paliar con un poco de aquel líquido dulce, sin saber de qué se trataba, apoyándose en su analfabetismo. La policía no logra que aluda a los envenenamientos de su primera señora, Adela, y de su amiga.
El 9 de noviembre de 1957 el tribunal encargado de dictar el fallo en el proceso seguido contra Pilar, acusada de envenenadora, la condena a la pena capital por el asesinato de doña Adela y a veinte años de reclusión mayor por cada uno de los intentos de envenenamiento frustrado de doña Carmen y Aurelia.
La prensa de la época se ceba en el caso: ‘la envenenadora de Valencia’ copa sus páginas. Convertida en una estrella mediática, muy a su pesar, Pilar, se halla en boca de todos. La frialdad de su crimen conmueve a la opinión pública.
El Tribunal Supremo confirma la sentencia y el Consejo de Ministros firma el enterado, por lo que la ejecución debía llevarse a término inmediatamente. Pero Pilar confía en obtener el indulto por parte de Franco, dado que hacía diez años que no ejecutaba a ninguna mujer en España y varios homicidas habían visto conmutada la pena capital .
La asesina pasaría a ostentar el dudoso honor de ser la última mujer ejecutada en España y mediante el más terrible, lento y doloroso de los métodos, el garrote vil. El verdugo debe ir dando vueltas al tornillo hasta que logra desnucarlos. La crueldad del ajusticiamiento era tal que en ocasiones atemorizaba a los propios ejecutores, como ocurriría en el caso de Pilar.
Antonio López Guerra, al enterarse de que la ajusticiada era una mujer, se niega a llevar a cabo la ejecución. La prisión de mujeres de Valencia enmarca el espeluznante suceso. Pilar proclama a gritos su inocencia, lo que reafirma la decisión del verdugo, que debe ser emborrachado. Todos confían en la llegada del indulto que nunca llega, hasta que a las siete de la mañana, una hora más tarde de lo previsto, Pilar y su verdugo son arrastrados al patíbulo. Una vuelta y media de manivela después ‘la envenenadora de Valencia’ ha muerto.
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