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jueves, 27 de julio de 2023

Triple Crímen de Ciutat Vella

John Musetescu Wesberg llegó a Barcelona el 13 de enero del 2020 cuando tenía 29 años. Después de mucho tiempo en el pozo, se sentía renovado, vital, eufórico, según se desprende de los mensajes enviados a sus padres, que sufragaban el paréntesis vacacional: “¡Aquí podría escribir diez libros, qué ambiente!”. Conoció a un chico, Héctor Núñez, “un amigo muy bueno que creía que sería para toda la vida”, explicaría después. Compartieron confidencias y momentos de intimidad pero el 20 de enero de ese año, lo mató. Musetescu asestó 254 puñaladas al cuerpo de Héctor Núñez, le asfixió y trató de prender fuego a la vivienda para deshacerse del cadáver. Después escapó a través del balcón saltando hasta la calle. Eran las tres de la tarde y comenzaba un camino sin retorno. En apenas una hora, en un arrebato criminal sin móvil aparente ni explicación razonable, sembró el caos en las callejuelas del casco antiguo de Barcelona, donde asesinó además a otras dos personas. A Rosa Díaz, de 77 años, se la encontró en un portal y la agredió brutalmente en la cabeza, dejándola muerta en el rellano de la escalera de la vivienda. A David Caminada, de 52 años, le asestó dos puñaladas en el pecho cuando éste salía de su trabajo en el Ayuntamiento de Barcelona. Musetescu fue detenido, mientras oponía gran resistencia, en la plaza de Sant Jaume.
“Pensábamos que viajar podría hacerle bien”, explicó su padre, Traian Musetescu, sueco asentado de origen rumano. A unos cientos de metros del lugar donde ocurrió el triple crimen se celebró el juicio contra su hijo. Se siente “avergonzado” por lo ocurrido y lamentó el daño causado a las víctimas y sus familias. Traian intentó, pese a todo, ayudar a su hijo explicando que no estaba bien, que su historial médico en Suecia demostró que algo falla en su cabeza, que debió ser encerrado en un psiquiátrico antes que estar en la cárcel. Traian intentó acercarse unos metros a su hijo durante el juicio, pero le lanzó un escupitajo. Su comportamiento siempre fue errático. Lo mismo parecía dormirse que sonreía sin disimulo o miraba con fijeza a los miembros del jurado popular. Pidió, sin éxito, que le cambiasen de abogado porque la suya, de oficio, se negó a mencionar el supuesto papel que la KGB tuvo en el caso. Es difícil decir si Musetescu se creía lo que decía o si tomaba el pelo al personal. El mismo día del escupitajo, habló por primera vez en un castellano más que decente, aprendido entre rejas: “¡Nunca he visto esa foto ni ese cadáver!”, interrumpió cuando exhibían imágenes de Rosa Díaz, su segunda víctima. En los más de tres años que llevaba en prisión preventiva, Musetescu dió signos de inestabilidad. Le trasladaron cinco veces de prisión por su extrema agresividad (en una ocasión agredió a cinco funcionarios). Al ser visitado por un psiquiatra contratado por la defensa para examinar su estado mental, se puso a dar patadas al aire para mostrar su supuesta maestría en las artes marciales, al tiempo que proclamaba que, un día, ganaría el Nobel de Literatura. Ese psiquiatra concluyó que el acusado podría padecer un trastorno bipolar y logró que le contara algunos aspectos de su biografía: dijo que lo pasó mal en la escuela porque ignoraba el sueco (con sus padres hablaba en rumano en casa) y que sufrió mucho con la temprana separación de los padres (“a los ocho años, me encontré muy triste”, dijo al profesional). Traian Musetescu confirmó esas dos circunstancias vitales.
Todas esas muestras de que algo no va bien en su cabeza pudieron ser utilizadas para tratar de mitigar una condena que por los abrumadores indicios en su contra son duros. Pero Musetescu se negó a utilizar ese recurso y ha prohibido a su defensa que lo haga, pese a que el tema se puso inevitablemente sobre la mesa en el juicio. En especial, porque existía una pericial psiquiátrica imparcial, que ordenó la jueza instructora, y que concluye que el acusado no sufre de ninguna enfermedad mental grave que condicionara su conducta aquel día. Los expertos aseguraron que Musetescu padece un trastorno antisocial e incapacidad para la empatía, rasgos de personalidad que marcan su forma de ver el mundo y de relacionarse con los demás. Pero eso no le eximió de afrontar las consecuencias de un proceso penal, incluso cuando muestra una absoluta indiferencia por lo que pueda pasarle. Pese a su historial médico en Suecia (que también se analizó), ni ellos ni los profesionales que le trataron el día de los hechos dieron con una enfermedad grave, tipo psicosis, que pueda llegar a explicar su conducta. “Sabe lo que está ocurriendo en todo momento bajo un estado emocional de ira o rabia”, concluyó Ángel Cuquerella, el perito judicial. Entonces, ¿por qué actuó de ese modo? “No todas las conductas tienen una explicación racional. No todo ha de ser explicable. No podemos entender cuál era la motivación profunda, primaria, de estos hechos”, remarcaba Cuquerella. Menos aún cuando el acusado se niega a explicar detalles de su vida que Traian, el padre, rescata del olvido. “No estaba en Barcelona ese día y no sé qué pudo haber pasado. Solo sé lo que él me contó”, cuenta el hombre, que ha visitado en varias ocasiones a su hijo en prisión, aunque la última vez ya no quiso recibirle y se quedó en la celda. “Me explicó que el primer chico Héctor Núñez le drogó y quiso abusar sexualmente de él”, cuenta. En una de las pocas explicaciones que dio, y que consta en la causa, Musetescu dijo que el chico le había retenido contra su voluntad, que quería convertirle en su “esclavo sexual” y que por eso le mató. La instrucción judicial no da una respuesta clara a lo que pasó entre ellos, aunque una de las hipótesis es que consumieran drogas y, en algún momento, hubiera algún acercamiento sexual.
Traian Musetescu se siente un poco culpable por haber sido un padre ausente, por no haber sabido actuar de otra manera. Rememora los últimos años de vida de su hijo en busca de respuestas que no llegaban. Tras cinco años cursando Derecho, abandonó los estudios. “Nos dijo que quería ser escritor. Era irónico, porque no leía demasiado”, cuenta. Comenzó a escribir una novela negra y, en paralelo, a formarse como electricista “para ganarse la vida”. En septiembre de 2016 se casó. Fue un enlace efímero, que apenas duró un año. Traian no sabe si esos problemas domésticos fueron el detonante de algo más profundo, pero el caso es que el hijo se vio sumido en una depresión con episodios de ansiedad. Se pasaba los días sentado en el sofá, sin nada que hacer. Y empezó su ruta por distintos tratamientos médicos en Suecia que, según el padre, “le convirtieron en un adicto” a sustancias como la benzodiazepina, un ansiolítico. A lo largo del 2019, Barcelona empezó a copar la imaginación de Musetescu. Tenía ilusión instalarse allí para trabajar como electricista. Traian enviaba dinero a su hijo y por eso sabe que pasó temporadas en Dinamarca, Alemania, Francia y Luxemburgo antes de recalar en Barcelona, de entrada, para una semana. El presente pareció prometedor cuando conoció a Héctor Núñez. “Lo conocí una noche caminando por la ciudad, iba bien vestido y me pidió un cigarrillo, hablaba inglés, vivía a cinco minutos… y tenía mucha cocaína en su piso”, contó al perito judicial el asesino John Musetescu Wesberg.
El 20 de enero de 2020, la promesa de redención que ofrecía Barcelona se esfumó. Y se convirtió en pesadilla.95 años de cárcel en total fue el latigazo que la sentencia le endosó y sin posibilidad de obtener ningún beneficio en el futuro.

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