Primero de mayo de 1929. En la madrileña estación de Mediodía (Atocha), en las dependencias en que se acumulaban los bultos no recogidos por los destinatarios, se había procedido a la apertura de varios paquetes no retirados, a fin de sacarlos a pública subasta.
Aunque las pruebas se amontonaban en contra de "Ricardito" –se habían encontrado en su poder varios trajes y la cartera de muerto–, no fue hasta la reconstrucción del crimen, ordenada por el juez Sánchez Oñate, cuando, al verse delante de la caja que había contenido los restos de su víctima, hábilmente dispuesta como si todavía los ocultara dentro, simulando la policía que iba a sacar los miembros descuartizados, cuando se derrotó: "¡Que no lo destapen!". "¡Que no quiero verlo!". Y confesó.
Al llegar a una enorme caja de madera, de 1 x 0,60 metros, que aparentemente contenía maquinaria, el mozo Pedro Vicente observó que de ella salía un líquido, y que desprendía un hedor insoportable. Reclamó la atención de los presentes y se dispuso a abrirla.
Cuando levantaron la tapa el mal olor se incrementó, y descubrieron que, bajo unos periódicos arrugados y un lienzo de arpillera, había una espesa capa de algodón en rama. Apartaron los trozos de algodón con unas pinzas, y quedó a la vista algo que, desde el primer momento, se sospechó era carne humana. Parecía corresponder a un adulto. A la izquierda se distinguía una pierna seccionada por encima de la rodilla. Se dio aviso al juzgado de guardia.
De la caja surgió un torso de varón –con un mechón de pelo en la mano derecha crispada–, desprovisto de las extremidades abdominales y descabezado. Las uñas de las manos estaban increíblemente pulidas y cuidadas. Al fondo, y envuelta como los demás restos, apareció la otra pierna. ¿Quién era el muerto? ¿Por qué le habían matado? ¿Dónde estaba su cabeza?
Meses antes, en Barcelona, en el número 55 de la calle Orteu, en una casa que, en la planta baja, albergaba una pequeña fábrica de bolsas y cajas de cartón de lujo y, en la planta primera, la residencia del propietario de la misma, Pablo Casado de las Navas, éste mantuvo una enconada discusión con su criado. Era la noche del sábado 8 de diciembre de 1928.
Era Pablo Casado un hombre muy cuidadoso de su persona y excesivamente atildado, de complexión fuerte y mediana estatura. Por el contrario, el criado, al que llamaban Ricardito, era de aspecto afeminado, bajo, delgado, y vestía con cierta vulgaridad. El reciente atropello de un camión le había dejado algunas secuelas.
En varias ocasiones Casado había manifestado su intención de despedir al criado, porque atravesaba por una situación económica inestable y porque las relaciones entre ellos se habían deteriorado.Ricardito tenía también cuentas pendientes con el amo; principalmente, que le debía el sueldo de varios meses, así como quejas de que le trataba mal y le tenía muy abandonado. En su poder tenía una foto de tiempos mejores en la que están los dos muy juntos, como no acostumbraban fotografiarse los señores y los criados.
Pero aquella noche el recuerdo de la foto quedaba muy distante: la discusión entre ambos había degenerado en pelea, Ricardito dijo que Casado le agredió, le golpeó e insultó a su hermana. Al verse perdido se defendió con una plancha eléctrica, propinándole un fuerte golpe en la cabeza que le produjo la muerte. A lo largo de la investigación, sin embargo, habría de enderezarse la hipótesis de que Ricarditoatacó a su amo cuando éste estaba dormido, y que le mató de varios golpes con la plancha. Una vez hecho esto, las versiones coinciden en que se retiró a dormir a su cuarto, donde no se sabe si pegó ojo.
A primeras horas del día siguiente fue a la habitación de su señor. Le tocó para cerciorarse de que estaba muerto. Lo encontró helado. "Pensé en la forma de ocultarlo y hacerlo desaparecer", rememoraba en su confesión. Resolvió decapitarlo para que nunca pudieran identificar el cuerpo, y así lo hizo. "Con un cuchillo seccioné las piernas, hasta llegar al hueso, y luego utilicé un serrucho. Cuando terminé, bajé al sótano de la casa y cogí uno de los cajones que allí se amontonaban para embalar bolsas de la fábrica. Después recogí trapos y algodones para empapar la sangre, pero no fueron bastantes y tuve que comprar varios paquetes en una farmacia. Luego me dediqué a embalar los restos con todo cuidado".
Le había cortado las piernas para que encajara mejor dentro del embalaje. Cuando lo tuvo todo a su gusto y creyó borrados los rastros que le pudieran delatar, cerró la caja y con gran esfuerzo la arrastró por la escalera. "Creí que me fallaban las fuerzas –rememora en su confesión–. Hubo momentos en que creí que me moría. Pero pude sobreponerme y lo bajé a la planta donde trabajaban las obreras. Lo coloqué en un rincón situado detrás de la puerta principal, a la izquierda. Allí lo dejé cubierto con unos papeles y varios muestrarios, para que pasara desapercibido". El cajón con los restos habría de quedar expuesto durante toda la mañana del lunes, ante el trasiego de las obreras y visitantes. Hasta que pudo sacarlo con el carretón y llevarlo a facturar. El bulto tiene como fecha de facturación el 10 de diciembre de 1928.
Pero ¿y la cabeza? ¿Qué fue de ella? Ricardito la cubrió de algodón; luego hizo un cuidadoso envoltorio con papeles de periódico, asegurándose de que quedara disimulada y no hubiera peligro de manchas delatoras. Una vez tuvo el paquete a su plena satisfacción, se lo puso debajo del brazo derecho y se fue a la plaza de Molina, cercana a la casa, y cogió el tranvía 16, que va a la plaza Cataluña, donde cogió otro, el 29, de la línea de circunvalación, y por la ronda de San Antonio, San Pablo y Paralelo llegó hasta la aduana del puerto. Allí se bajó, y, aunque estaba lloviendo, se dirigió a los muelles dando un lento paseo. Pasó por delante del Club Náutico, y a unos 100 metros encontró amarrado un barco de nacionalidad extranjera, El Montevideo, anclado de estribor.
La lluvia había dejado todo el entorno despejado. Ricardito seguía con su paseo, y así se acercó al agua. Una ojeada distraída le informó de que estaba solo, a excepción de un tripulante del barco que estaba en cubierta pero de espaldas a él. Una vez junto al buque, y a salvo de todas las miradas, sin interrumpir su paseo levantó el brazo y soltó el paquete con la odiosa cabeza de Casado.
Al caer golpeó en una barca que no había visto; su corazón casi se paralizó porque pensó que había quedado sobre ella, pero la cabeza había caído al mar por el espacio (de unos 30 centímetros) que había entre el muelle y el barco. Hubo un leve chapoteo, y el paquete se hundió. El marino del Montevideo se giró, alertado por el ruido, pero la tranquilidad de Ricardito le hizo despreocuparse. El criado volvió a la casa de Orteu a proseguir la limpieza, hasta borrar todas las huellas comprometedoras.
El cuerpo de la caja hedía muy poco, por lo que se supuso había sido embalsamado con sustancias contra la descomposición. Vestía una camiseta y unos calzoncillos, ambas prendas de gran calidad, de una seda finísima. El muerto era un hombre de 30 años, elegante y mundano. Junto a los restos había discos de cartón, guata y papel cortado, y la factura de un cliente. A las pocas horas de difundirse estos datos, y aunque en principio pareciera una identificación muy difícil, Vicente Cristelly, que tenía una tertulia en el Café Comercial de Madrid, se personó, temiendo que el descuartizado fuera su amigo Pablo Casado. Lo identificó, en el depósito, porque el asesinado había sido operado de una enfermedad de tipo tuberculoso y, a raíz de ello, padecía monorquidia. El lado derecho del bajo vientre era el de la castración.
En Barcelona fueron detenidos el criado de la víctima, Ricardo Fernández Sánchez, de 25 años, al que entre, otras cosas, se le incautó "una caja conteniendo varias barritas de rimmel con un cepillito de los que utilizan las señoras para arreglarse las pestañas y los otros objetos de la misma naturaleza", y el joven de 22 años José María Figueras Jaumandrea, hijo de una acaudalada familia. Se dieron informaciones contradictorias en la prensa barcelonesa, en el sentido de que los dos detenidos eran "invertidos y tienen una gran amistad". La contradicción estaba sobre todo en esto último: era difícil la amistad entre señorito y criados en la Barcelona de finales de los años 20. En un principio se creyó culpable del crimen a Figueras, y pasaron más de veinte días antes de que Ricardito se confesara único autor, librando así a un inocente. En el interregno, el legendario César González Ruano entrevistó a expertos criminólogos, y hasta al doctor Marañón, en busca de una explicación del misterio.
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